



Precolombino postmoderno
Por Carolina Ponce de León
Bogotá es una ciudad que cuenta con pocos museos. Hay tres principalmente que intentan dar cobertura al patrimonio nacional para consolidar una imagen de identidad. El de mayor prestigio es el Museo del Oro que reúne los objetos y orfebrería precolombina en un despliegue de lujo con visos de joyería fina. Dentro de una construcción de finales de los cincuenta, en medio de la penumbra, pequeñas luces puntuales intentan escenificar y dramatizar un pasado espiritual glorioso. Si uno camina las calles destrozadas alrededor del Museo, con huecos, pordioseros, vendedores callejeros, perros cojos y pulgosos —que sólo señalan la desolación, la corrupción administrativa y la pobreza de espíritu— no es difícil pensar que el nexo cultural con ese pasa mítico y mitificado es un eslabón perdido en medio de la farsa política que ha derrumbado la cohesión cultural del país. Sin embargo, el intento del museo —el más visitado por turista escolares— es el de ser un espacio ceremonial contemporáneo que tiende a reconstruir o al menos a apropiarse de un pasado que permitiría acceder a un poco de dignidad espiritual.
En 1992, Germán Nadín Ospina ganó el premio mayor del Salón Nacional de Artistas Visuales, el certamen de mayor importancia de Colombia, con una obra titulada In paritibus infidelium (En tierras de infieles) que recreaba una instalación museal de objetos “precolombinos” imaginados Con formas “antiguas” nuevas, fabricados por indígenas contemporáneos y ambientados con muros pintados de selva y ruidos de chicharra. Era una parodia de la reconstrucción del pasado en el ambiente descontextualizador del museo que impone una mirada aséptica, estética y desnaturalizadora sobre objetos de función religiosa: el museo como espacio sacro escenifica una estilización del pasado precolombino e idealiza una coherencia histórica que oblitera los sangrientos episodios de la Conquista española. El museo establece una nueva gramática para los objetos: los articula dentro de un sistema valores que poco tienen que ver con su significación original y mucho con la necesidad de satisfacer las demandas de la simulación como única realidad posible. Es un medio para consolidar sofismas de identidad de pasados felices y futuros trazados sobre estas ficciones. En este juego de espejos de lo original y la apropiación; de lo contemporáneo y El Dorado—inventado para ser eternamente perdido—; de historia y ficción, de representación y simulación, se desenvuelve esta obra de Nadín Ospina. El arte se convierte en la opción postmoderna de configuración religiosa (del latín religare: volver a unir).
El recurso de la apropiación se convirtió en pieza de engranaje fundamental de la obra de Nadín Ospina en los años siguientes. A finales del 93 presenta una instalación titulada Fausto en una galería privada de Bogotá. Dice Baudrillard que es más humano “depositar nuestra suerte, nuestro deseo, nuestra voluntad en manos de alguien”, que es mejor ser “controlado por otro que por uno mismo. Es mejor ser oprimido, explotado, perseguido, manipulado por otro que por uno mismo”. Esto es lo que provoca Nadín Ospina cuando asume el rol de Mefistófeles. Negocia con Carlos Salas la adquisición de una de sus obras mayores, un “alma” titulada La anfibia ambigüedad del sentimiento (1989), calificada por un crítico colombiano como una obra maestra de los años ochenta nacionales. La obra es descuartizada por Ospina. Es decir, su ambición (Lina tela de 1.50 x 10 metros) fue fragmentada en módulos de formato doméstico y reinscrita dentro de los términos de sus propios códigos formales; ocho floreros de rosas blancas en el centro de la instalación —que en el texto de Goethe son las flores de la salvación—, coros celestiales y el eco reverberante de aplausos concluían la complicidad y la ironía. Con los aplausos bajaba un telón imaginario, la representación llegaba a su fin: las luces de la sala se apagaban.
Tanto el museo como la galería de arte se convierten en espacio teatral en la obra de Ospina. Hay una ambientación ambigua. La representación y la simulación están en escena porque el artista está desplazado de su protagonismo para convertirse en director-voyeurista detrás de bambalinas. Barthes (la muerte del autor), Duchamp (la apropiación del objeto de fabricación ajena) y Baudrillard (la simulación) parecen ser los mentores de la obra, En la Bienal de La Habana de 1994 Nadín Ospina presenta una
obra en la que la “precolombinización” de la identidad adquiere una nota de humor y perversión más literal. En medio de objetos cerámicos dotados de un lenguaje formal ‘precolombino’ incluye además, una serie de personajes extraída de los dibujos animados de los Simpson, traducida con el hieratismo, la frontalidad y la materialidad de piezas de la cultura agustiniana prehispánica. Los personajes se llaman Críticos bizarros y aluden socarronamente—como petite histoire—a una situación nacional donde los críticos no salen de moldes de vanidad y de mediocre poder en detrimento de la complicidad y del poder comunicativo. Sin embargo, más allá de situaciones parroquiales, las piezas parecen parodiar el discurso de ‘centro y periferia’ que tanto ha estimulado el debate contemporáneo. Los personajes de mass media se fijan dentro del molde ‘precolombino’ para convertirse en una especie de aleph borgiano donde convergen tiempos, situaciones, visiones de cultura y relaciones geopolíticas. La mediocridad de la clase media estadounidense es enaltecida tras la simulación formal de la sacralidad precolombina. El equivoco es un servilismo cultural que desvirtúa dignidades e identidades. Es parte de una transculturación propia de la hibridación actual: pero también, el desplazamiento de El Dorado a cualquier provincia del norte como única opción de paraíso. Esta pieza también deconstruye —tal como la instalación In partibus infidelium— ese intento de fijar coordenadas de presente a partir de un pasado cuyo nexo con la contemporaneidad es sólo una sospecha.
En medio de un debate crítico de multiculturalidad que busca salvar a toda costa un concepto más complejo de lo ‘americano’, la obra de Nadín Ospina desarticula todos los exotismos que han ambientado este discurso. Las piezas precolombinas de su invención representan hipopótamos, cocodrilos y tortugas africanas, es decir todo menos lo americano; es la invención mítica de lo americano. La carencia de un poder espiritual nutrió la necesidad de que el multiculturalismo tomara un espacio dentro de la cultura contemporánea —la necesidad de un retorno a las raíces cuyos protagonistas ya no son las culturas arcaicas, populares, de autores anónimos, como en épocas del cubismo, sino sofisticados artistas “periféricos”—y ha hecho que la ritualidad se haya convertido en fetiche cultural ideal para reivindicar y legitimar una diferencia cultural. Sin embargo, la obra de Nadín Ospina juega con estos nuevos prototipos de exotismo cultural. Burla el cuarto de hora de neoexotismo que el malentendido multiculturalismo le ha otorgado a los artistas, y sitúa algo que ha sido un fin de las estrategias artísticas de la postmodernidad periférica, en un medio para decir que la esquiva identidad es un proyecto político que está aún envuelto de dialécticas binarias (norte—sur; centro—periferia) y que admiten una deconstrucción mayor para explorar otras opciones dentro del programa artístico que el multiculturalismo ha abierto al arte contemporáneo latinoamericano.
El juego del Fausto precolombino de Nadín es no sólo el de apropiarse de las almas de otros (alfareros indígenas actuales, artistas contemporáneos), para hacer del acto de la apropiación un mecanismo de sobrevivencia artística que convierte el pillaje en una práctica cultural legítima, sino el de trasladar la noción de cultura, de identidad y de subalterno cultural en un camino aún por explorar: el humor, en esta obra, es un instrumento que abre una vía posible para encontrar un revés de las definiciones del momento.
Publicado en la Revista Poliester #11 Noviembre de 1995. México D. F: