Oniria – La tierra de los sueños

Por José Jiménez

Nadín Ospina con la obra Oniria. 2012.

Si una palabra, una categoría conceptual, define el  trabajo de Nadín Ospina, desde el inicio de su trayectoria a  comienzos de los años ochenta hasta la actualidad, ésta es  sin duda fusión. Como en la música de Miles Davis, quien en  su momento nos hizo comprender, sentir, que la experiencia  del sonido es tanto más intensa cuanto más gana en  complejidad y superposiciones de componentes y estratos  diversos. En pluralidad étnica, antropológica. Como artista,  Nadín Ospina trabaja y construye en el universo de la imagen: ese espacio de la representación sensible que,  como prolongación del cuerpo y el lenguaje, nos constituye  como seres humanos, en la medida en que en él nos  proyectamos. Para desear. Para negar. Para fijar pautas  simbólicas de identidad. Las imágenes marcan el destino de  la humanidad, de las distintas culturas y comunidades humanas, desde los registros más remotos y ancestrales de  nuestra especie.

En la época de la globalización cultural, Nadín Ospina  aborda la imagen desde el plano de la fusión y el mestizaje,  de la mezcla y de la apropiación. Desde ese sentido de  antropofagia cultural del que habló el brasileño Oswald de  Andrade, o desde la voracidad incorporativa del americano,  ese hambre por apropiarse de todo, de la que habló el gran  cubano José Lezama Lima. Pero, en el caso de Ospina, con  algunos rasgos propios, específicos. En primer lugar, por el  papel desencadenante que le concede a la memoria. Desde  el presente, desde este tiempo global en el que todo aparece  dominado por una pantalla electrónica o digital, Nadín  Ospina bucea y rastrea en los surcos de la imagen, se  remonta al pasado cultural e individual como un arqueólogo  de la visión. Así, las imágenes de ahora se funden o  fusionan con las imágenes de sustratos culturales remotos o  con las de la infancia. Y de ahí un segundo rasgo específico,  de gran relieve: lo que la imagen de ahora dice de nosotros  remite simultáneamente a algo que ya no existe, a algo que  ya no somos, pero que sin embargo está en nuestra  interioridad, en nuestra mirada.

La consecuencia es que las obras de Ospina en ningún  caso caen en el esquematismo o la simplificación. Todo lo  contrario, la fuerte densidad interior que alienta en ellas las  lleva a establecer pautas de contacto cognitivo y emotivo  con planos muy diversos de la experiencia, con estratos  individuales y culturales profundos, lo que constituye en  definitiva su gran eficacia comunicativa y su intensa fuerza  poética, estética. Con un sentido, además, de reconocimiento de los límites. Nadie es más que nadie, y  desde luego el artista no es ningún guardián o depositario de  “la verdad absoluta”: el corte entre alta y baja cultura, entre  cultura de élite y cultura popular, en ningún caso puede ser  aceptado por los artistas en esta época de contaminación y fusión, de producción masiva de imágenes. Lo que así se  consigue es una línea de subversión, de cuestionamiento e  interrogación de los estereotipos y supuestas certezas, que  nos enriquece como seres humanos, en la medida en que  nos lleva a comprender y a asumir la complejidad de la  experiencia. Somos muchas y diversas cosas a la vez, no  siempre bien integradas, no siempre en síntesis armónica.  Somos vida plural. 

En los inicios de su trayectoria, a comienzos de los  ochenta, las obras de Nadín Ospina: piezas de intenso color,  construidas con pintura acrílica y alambre, proponen una  especie de minimalismo cromático que busca, a la vez,  sugerir un dinamismo de la imagen, el que propicia toda  articulación de las figuras en una serie. El mundo está  abierto. Casi de modo inmediato, a partir de 1985, su  atención se desplaza a la representación del cuerpo: torsos  de cuerpos humanos, esculturas en papel maché y, en  continuidad, aparecen también las figuras de animales. Se  abre así el espejo de la fusión: animal/humano se van  integrando en un mismo plano de representación, que a  partir de ese momento y hasta ahora mismo se convierte en  uno de los rasgos distintivos de la obra de Nadín Ospina.

La  prolongación de la imagen humana en la imagen animal es  un signo ancestral en los procesos de representación  sensible de las comunidades humanas, desde las pinturas  rupestres del Paleolítico Superior a las manifestaciones  estéticas en soportes plásticos y prácticas ceremoniales en  las más diversas tradiciones culturales: Mesopotamia, el  antiguo Egipto, o las culturas pre-colombinas de América,  por ejemplo. No tiene nada de ingenuo, y tampoco se debe  asociar con la magia. Como estableció Claude Lévi-Strauss,  hablando del totemismo1, de la asociación de figuras  animales con segmentos familiares o grupos étnicos, la  fusión animal/humano es un proceso simbólico de  identificación, que permite a los seres humanos identificarse  y diferenciarse entre sí, y culturalmente respecto a la  naturaleza. Las figuras animales son elementos de un  alfabeto visual que nos permite construir una visión, una  representación sensible, de quiénes somos, y de qué  esperamos de la vida. 

Vendrían después, desde los inicios de los noventa, las  obras que sintetizan, y contaminan, imágenes arqueológicas  y representaciones ceremoniales, de los ámbitos culturales  más diversos con figuras y tipos de dibujos animados: de  Bart Simpson y los otros miembros de su familia a Mickey  Mouse y otros personajes de la factoría Disney. Ya en los  2000, se incorporan a ese repertorio las figuras de Tintin y  los otros personajes que lo acompañan en sus peripecias,  así como otras del manga japonés. Con ello, Nadín Ospina  nos permite apreciar la forma más sutil de violencia de la  representación: la capacidad de apropiación y superposición  de los acervos y tradiciones culturales por parte de los  núcleos de poder de la imagen y la comunicación en esta  era de cultura global. La imagen “Disney”, o todas las formas  actuales de dibujos animados con su esquematismo y  eficacia comunicativa, contaminan y se funden con los  universos rituales y religiosos de la imagen, llevando incluso  estos a un único código de representación.

Mickey Mouse se  superpone en una urna ceremonial pre-colombina, y él  mismo o Goofy se transforman en las figuras escultóricas de  los Chac Mool, características de las culturas mesoamericanas, particularmente entre los maya, asociadas  siempre originalmente a altares y prácticas ceremoniales.  Uno de los logros de mayor intensidad en esa línea es  para mí la instalación Príncipe de las flores (2001), que con  su ambiente de cámara oscura y una escultura de piedra  tallada con los atributos del ratón Mickey sobre un pedestal/altar, rodeada de pinturas de plantas de las que en  tiempos actuales se derivan drogas, muestra de manera  ejemplar los procesos de continuidad, transformación y  subversión de las imágenes. Lo en otro tiempo sagrado se  convierte se convierte en próximo y cotidiano, e incluso en  signo de tráfico y violencia. Príncipe de las flores es,  además, una escenografía del museo contaminado, un  registro subversivo de la imposibilidad de sustraerse al  dominio del espectáculo en nuestra era de la imagen  masiva. Tanto en la forma de presentación, como en el  propio cuerpo de la imagen, todo se impregna del espíritu  del parque temático de diversión de masas. También el  museo, e incluso el que parecía menos contaminable por su  temática, el museo arqueológico. 

Frente a la tópica y etnocentrista asociación de América  Latina, y particularmente de Colombia, con el exotismo y la  violencia, las piezas que integran la serie Colombialand (2004-2006), construidas con componentes de juguetes lego crítica e irónicamente subvertidos, muestran con una gran  intensidad de síntesis plástica cómo las ideas simplistas y  deformantes lo contaminan todo, incluso lo pretendidamente  más inocente: el universo de los juguetes, en el que, desde  niños, se genera y forma una concepción del mundo. Se  trata, en definitiva de desmontar los tópicos, los estereotipos,  que se difunden a través de las imágenes masivas: las del  diseño en sus diversos registros (también el de los juguetes),  la publicidad y los medios de comunicación de masas, que  con su esquematismo y eficacia comunicativa se convierten  en filtro y barrera de nuestra visión. Lo que así se desvela es  una violencia implícita, una auténtica violencia de la  representación, que se ejerce sobre todos los seres  humanos del planeta en esta era de la imagen global. Un  tipo de violencia que se ejerce por los núcleos de poder de la  imagen y la comunicación, mediante la apropiación y la  manipulación de las imágenes formadoras de sentido en los acervos y tradiciones culturales de las distintas comunidades  humanas.  

En 2007, Nadín Ospina da comienzo a una nueva serie  de trabajos que, con el título Oniria, culminarán en la  muestra del mismo nombre presentada en este año de 2012  en Bogotá, en el Museo de Artes Visuales de la Universidad  Jorge Tadeo Lozano. El montaje integra esculturas de  bronce pintadas monocromáticamente con los colores vivos  de las figuritas de goma de los juegos infantiles, todo ello  acompañado de imágenes de vídeo y de música.  Obviamente, Oniria nos conduce de forma simultánea al  universo del sueño y al mundo de la infancia, a las  ensoñaciones infantiles que siempre han estado presentes a  lo largo de la trayectoria de Ospina. 

Este último punto: las ensoñaciones infantiles, que une en  un mismo trazado las figuras de los dibujos animados, los  juguetes lego y las figuritas de goma, transfiriendo así la  experiencia infantil del juego al universo del arte, replantea  en la era de la imagen global lo que ya Friedrich Schiller  formuló en sus Cartas sobre la educación estética de la  humanidad (1794-1795). Señala en ellas Schiller la  existencia de un impulso formal en los seres humanos que  se manifestaría, de niños, en el juego. Y que tendría luego  su prolongación en el arte. El desarrollo de ese impulso  formal como educación estética sería, para Schiller, una pre condición necesaria para el advenimiento de una sociedad  moral. En otros términos, la estética es un paso  imprescindible para poder llegar a la ética. O, llevando el  argumento al mundo de hoy, la educación en la imagen: la  distinción entre imagen banal, repetitiva, estereotipada, e  imagen densa, singular, inquisitiva, entre imagen como  apariencia e imagen como verdad, es un paso fundamental  en la búsqueda de libertad y emancipación de los seres  humanos en esta era de la imagen global, masiva. Lo que  Nadín Ospina plantea con su trabajo artístico tiene así una relevancia crucial no sólo desde el punto de vista de la  construcción plástica, sino a la vez también desde un punto  de vista ético y político. En lugar de tantas fórmulas  esquemáticas y vacías que uno encuentra en el llamado arte  de tendencia, las obras de Nadín Ospina establecen un  compromiso profundo con lo que más densamente nos  constituye como seres humanos en el universo de la imagen:  el juego, las prácticas ceremoniales, el arte.

Por lo demás, Oniria es una palabra inventada, un juego  más de Nadín Ospina, en este caso en el terreno mental y  lingüístico de la representación. En español, sí existe el  adjetivo onírico, -a, derivado de la palabra griega ὄνειρος,  que significa tanto sueño, como fantasía. Lo que Ospina  llama Oniria podríamos así caracterizarlo como la tierra de  los sueños, ese universo alternativo de la fantasía común al  juego y al arte, en el que se cifran nuestros deseos de  plenitud.

Ese universo onírico había hecho ya su aparición explícita  en la obra de Ospina en 1991, en una pieza: Los soñadores,  constituida por sesenta cabezas humanas azules, sesenta  autorretratos escultóricos. Una temática que se prolonga  luego en El sueño de Acteón (1992), instalación de cuatro  cabezas escultóricas de ciervo, también de color azul, que  remite al mito clásico de Diana y Acteón narrado por Ovidio  en sus Metamorfosis, y visitado incisivamente en la época  contemporánea por Pierre Klossowski, entre otros. Una  especie de prolongación de esta última pieza es Delirio (1992), columna de cabezas humanas culminada con una  cabeza de ciervo, todas ellas azules. Insisto en la asociación  del color azul con el sueño porque encontramos aquí una  relevante coincidencia, en el sueño de la imagen, entre la  obra de Nadín Ospina y una obra central de Joan Miró, Este  es el color de mis sueños [Ceci est la couleur de mes rêves]  (1925), en la que precisamente el azul se identifica como el  color de los sueños. 

En una entrevista reciente [realizada por Elizabeth Jiménez,  ELESPECTADOR.COM, 16 de mayo de 2012], con motivo de  su exposición en Bogotá, Nadín Ospina indica: “En la obra las  piezas dialogan, en su encuentro fortuito. Hay un  extrañamiento, un choque, un caos. Es un sentido aleatorio,  lúdico, no hay un orden, no hay nada previsto. Es más cercano  al surrealismo, por el encuentro entre cosas disímiles y por su  carácter irreflexivo y acrítico”. Esa cercanía al surrealismo, que  ubicaba en los sueños la otra mitad de nuestra vida, le da un  aliento especial a esta tierra de los sueños de Nadín Ospina,  en la que vivimos mientras dormimos y cuando soñamos  despiertos, una tierra que nos lleva a eso que siempre quisimos  ser, desde niños, pero que aún no conseguimos alcanzar.  Aunque la imagen esté ante nuestros ojos. Dibujándose,  trazándose, con los mismos colores vivos, radiantes, con los  que la veíamos cuando éramos niños. 

Así somos: materia onírica, sueños aún por realizar. Como  escribió William Shakespeare, en La Tempestad, poniendo en  los labios de Próspero estas palabras, estos versos: 

“(…) Estamos hechos de la misma materia que los sueños, y nuestra corta  vida es una pausa entre dos noches.”

William Shakespeare: La tempestad, IV, 1.

1 Calude Lévi-Strauss: Le Totémisme aujourd’hui; P.U.F., Paris, 1962. Tr. esp. de Francisco  González Aramburo: El totemismo en la actualidad; F.C.E., México, 1965.

De la serie “Oniria” “El hombre del banderín”. 2012. 29 x 35 x  11 cm