Alvaro Medina
Museo de Arte Moderno de Bogotá


Presentación
En 1996, Nadín Ospina presentó su candidatura a la Beca Guggenheim con el proyecto titulado Viaje al fondo de la tierra. En treinta líneas de texto, Nadín Ospina resumió lo que aspiraba a realizar en los años siguientes y obtuvo la beca. Sin duda, la idea que presentó era talentosa, incluso brillante, pero hay que reconocer que el éxito obtenido fue el resultado lógico de una trayectoria de muchos años dedicados al arte con pasión , claridad, seguridad y coherencia.
Esa trayectoria, ampliamente aplaudida por la crítica autorizada dentro y fuera de Colombia, es una de las más fulgurantes de su generación y merece ser reconocida como una de las realmente firmes y destacadas del arte actual de América Latina. De muchas maneras, la Beca Guggenheim ha premiado el sentido y originalidad de la obra de Nadín Ospina, que el Museo de Arte Moderno de Bogotá acoge y exalta con esta publicación.
Los de Nadín Ospina son trabajos reconocidos por su profundidad, pero también por su risueño humor. Esto les da su caracter, que con tanta facilidad aprecia el público en general. No obstante, hay aspectos ocultos y a veces secretos con los que ahora podrán familiarizarse los estudiosos, a través del ensayo de Alvaro Medina, curador del Museo, quien hace un excelente análisis de la sólida trayectoria de este joven artista.
Gloria Zea
Directora
Museo de Arte Moderno de Bogotá

I
Sabemos lo que significa el verbo reflexivo <<figurarse>> y cuáles son las implicaciones semánticas de <<configurar>>. Cuando imaginamos ,cumplimos el proceso de figurarnos algo que luego, para que se materialice, pasamos a configurar. Sin embargo, ante la obra de Nadín Ospina hay que hablar de <<refigurar>>, vocablo que encierra la noción de volver a figurar lo ya hecho o preexistente. Volver a figurarse algo artísticamente es una actitud colindante con la del ready made. El ready made consiste en intervenir un objeto y en dejarlo transformado, tras un cambio de contexto y significado, en obra de arte. Mucha agua ha corrido bajo los puentes desde que Marcel Duchamp concibiera el primer ready made. No obstante, una cosa es alterar un objeto banal con el propósito de convertirlo en obra de arte y otra, muy distinta, tomar lo ya considerado obra de arte y apropiárselo con el propósito de alterar sus características y aun su autoría. Fue lo que ocurrió cuando Duchamp le puso bigotes a la Mona Lisa de Leonardo da Vinci, atrevimiento fecundo que Robert Rauschenberg elevó exponencialmente al tomar un dibujo de Wilhelm de Kooning y desdibujarlo, creando una nueva obra con su parcial destrucción. Si Duchamp alteró una reproducción, Rauschenberg intervino (o, si se quiere, deconstruyó) una obra original.

Vayamos un poco más lejos y precisemos ahora que refigurar no es lo mismo que <<reconfigurar>>. Si reconfiguramos algo, lo más seguro es que nos mueva el deseo de volver más operativa y eficaz su función o más atractiva su apariencia. El alcance de refigurar (volver a figurar o figurar de nuevo) es mucho más vasto. Implica replantearse el sentido original del objeto u obra en ccuestión para poder introducirle las modificaciones que cambiarán de raíz su sentido o connotación primigenia. Si todo esto suena serio y sesudo, bueno es puntualizar que en la páctica suele estar acompañado de grandes dosis de risueño y fino humor.
Nadín Ospina es un humorista. Esta es una característica que ya los críticos han señalado. En el Salón Nacional de 1992 (ver), Ospina ganó premio con una instalación que parodiaba el espacio museístico. La obra consistió en <<exhibir una exhibición>> de piezas <<precolombinas>> realizadas por alfareros indígenas de hoy o sea por gentes que son nuestros contemporáneos. La ironía de poner en escena una serie de falsos precolombinos fue entendida como una simulación, definición que tiene el inconveniente de quedar corta ya que en verdad se trataba de volver a simular lo que en sí y porsí es simulación. Refiriéndose sin duda a las piezas que se pueden ver en Bogotá en el Museo del Oro, Ospina había explicado: <<El museo descontextualiza la obra especialmente cuando muestra piezas precolombinas, porque agrega una cualidad estética diferente a la que originalmente tenían>>. En su sentido estrícto, simulación a secas es la del realismo hecho a escala natural ya que no permite que el espectador vea más allá de lo que la retina capta. En tal caso, la obra no sugiere la existencia de ese allá.

Entre fines de 1993 y comienzos de 1994, Ospina expuso dos veces seguidas en la galería Arte 19, en septiembre y luego en diciembre-enero. Semejante esfuerzo creativo ha sido, sin duda, el más ambicioso y esmerado de su generación. Las dos exposiciones que hizo entonces no estuvieron motivados por el prurito de mostrar todo lo que tenía guardado en el taller. La idea era mostrar en dos fases lo que sólo en dos fases se podía exhibir. La primera fase se tituló Fausto, obvia referencia a la obra de Goethe, y la segunda Bizarros y Críticos. Esta última fue adquirida en su casi totalidad para la colección permanente del Ludwig Forum, en Aachen, Alemania, y exhibida allí en octubre de 1994.

La materia prima de Fausto (1993) fue una pintura de Carlos Salas de diez metros de ancho, ya exhibida por su autor, que el propio Salas fragmento ajustándose a las especificaciones dadas por Ospina, fragmentos que éste mandó a enmarcar de cierta manera. Los detalles seleccionados fueron <<instalados>> en las paredes de la galería alrededor de una mesa que tenía ocho floreros de cristal con rosas blancas, rosas que en Goethe son las flores de la salvación. Dos composiciones musicales se escuchaban continuamente, alusión al coro celestial con que finaliza el texto goethiano, interrumpidas a intervalos por una salva de aplausos in crescendo. Cada salva iba acompañada de una paulatina disminución de la intensidad lumínica de la sala. Ospina celebraba -y a un tiempo parodiaba- que el crítico José Hernán Aguilar hubiera seleccionado el ahora fragmentado cuadro de Carlos Salas, Titulado La anfibia ambiguedad del sentimiento (1989), como una de las diez obras maestras del arte colombiano de los años ochenta.
Casi al mismo tiempo, en el Museo de Arte de la Universidad Nacional, dirigido precisamente por José Hernán Aguilar, el pintor Carlos Salas exhibió a fines del 93 una obra que en su conjunto era ambiciosa, sólida y coherente. Comparto el entusiasmo de Agilar por la obra de Salas.

En un país de muchos y muy decorativos abstraccionistas, tendencia que en algo más de medio siglo ha dado pocos nombres de valor, Salas es de los que cuentan, tal vez porque no se limita a ser pintor. Muchos de sus trabajos involucran las acciones de armar, desarmar parcialmente y rearmar los lienzos. A las acciones de armar y desarmar se ha referido Aguilar. Yo agrego ahora la de rearmar, porque es esto lo que hace Salas para producir nuevas estructuras con sentido lúdico. Al expresar las ideas de armar y desarmar, Aguilar le sugirió a Salas un camino a transitar. Solo que Nadín Ospina también captó la señal. Como es un humorista muy serio, se apropió para sí la idea de armar, desarmar, rearmar. Nada raro hay en el hecho de que procediera de este modo. Desde la época en que era un estudiante de arte, Ospina trabajaba a partir de serializar los motivos. Al refigurar para su Fausto la obra ajena, Ospina serializó los fragmentos y logró que el planteamiento de Aguilar sobre la obra maestra adquiriera la dimensión que nadie sospechaba. Por cierto que a Carlos Salas se debe el texto de presentación que se lee en el catálogo del Fausto de Ospina. En un aparte, el pintor cuenta que Nadín Ospina <<adquirió fragmentos de una obra de gran formato, indicando las medidas de los pedazos que necesitaba>>. Al vender bajo semejantes condiciones la más exhibida de sus obras, Salas-Fausto le entregó el alma de su larguísimo lienzo a Ospina Mefistófeles. Es de señalar que si la ironía la concibió Ospina, Salas fue el cómplice que la hizo viable. No por el oro sino por el deseo de verla convertida en el monumento ejemplar que el crítico anunciara. Salas fue explícito al escribir en el catálogo:<<Aguilar inicia el juego de la obra maestra, Ospina ironiza esta relación, de por si irónica de Aguilar, transformándola en una posible OM (obra maestra)>>. En resumen, el Fausto de Ospina era la ironía a una ironía.

II
No sobra repetir que Nadín Ospina había conseguido resimular una simulación con el <<espacio museístico>> que presentó en el Salón Nacional de 1992, titulado In partibus infidelium (En tierras de infieles), obra construida con elementos preexistentes, absteniéndose el artista de intervenir en ella manualmente. En Fausto ocurría otro tanto ya que es Salas el que pinta y Ospina el que expone lo previamente expuesto. Ya los minimalistas habían desfetichizado el principio tradicional de que la obra de arte debía salir de la mano del artista y hasta llegaron a ensayar el saludable radicalismo de recurrir a talleres de tipo industrial para encargar la fabricación de las piezas. En este contexto cabe destacar la personalidad de Sol LeWitt, quien delega en artistas contratados para ese propósito la elaboración de sus dibujos, ejecutados a partir de las instrucciones que él formula con absoluta precisión. Casi enseguida, los conceptualistas impusieron la idea de que no había que fabricar nada porque el solo enunciado de la obra bastaba para que el arte existiera.
Eso era lo que ocurría en otros lares hace cosa de cuatro décadas. En Colombia de 1993, fue la simple parodia de esas prácticas y no el hecho de encargarle a otro la ejecución de la obra lo que constituyó el fundamento del trabajo artístico de Ospina. Si In pártibus Infidelium era la parodia del museo, Fausto es una parodia de la historia del arte y del papel del crítico. Recuerdo de paso que Fernando Botero ha parodiado la historia del arte desde Piero della Francesca, Mantegna y Rafael hasta Rubens, Zurbarán y Cézanne, pero una cosa es sonreírle al pasado y otra cosa es reír del presente.

Antes de Fausto, estaba por verse que la gigantesca y aplaudida pintura de Salas llegara a convertirse realmente en obra maestra. Hoy gracias a Ospina, lo es sin discusión alguna. Es ésta la naturaleza misma de las expresiones artísticas derivadas del auge del conceptualismo. Lo que el artista propone, eso mismo es la obra de arte. Si Nadín Ospina le puso bigotes a los museos en el Salón del 92, con Fausto le puso bigotes a la historia, esa historia que la crítica de arte competente y autorizada trata de modelar sobre la marcha de los acontecimientos. Por supuesto, Ospina no es un artista conceptual ortodoxo sino un posconceptualista que se ha atrevido a devolverle a la obra artística su visualidad, su plasticidad y su materialidad, cualidades perdidas en el fragor de la batalla teórica que se liberó en los años sesenta y setenta. Todavía más, la excelente factura técnica de sus piezas nos está indicando, con cada exposición que hace, que el artista no cree en la obra deleznable y efímera.

Desde 1987 por lo menos, las propuestas de Ospina se venían articulando con coherencia y llegaron a una de sus cumbres en la segunda exposición de las dos que hizo seguidas. Me refiero a la que concluyó en 1993, con la que nos pintó bigotes a los críticos. Ironía de buena ley la suya, que recomiendo tomar en serio sin enfadarse, refigurando y no desfigurando las intenciones del artista. Para la ocasión, Nadín Ospina se planteó uno de los más inquietantes y agrios problemas del arte del Tercer Mundo, resumible en las palabras centro y periferia. En general se acepta mansamente la idea de que el centro se halla en los países industrializados y la periferia en nuestros países, clasificación propia de los economistas y políticos que medran en un mundo dividido y segregado que, por fortuna, carece de aplicación entre sociólogos y gente de cultura. Porque tan absurdo es suponer que a nivel global hay sociedades centrales y sociedades periféricas, como creer que hay culturas reinas y culturas vasallas, culturas amas y culturas esclavas, culturas patronas y culturas lacayas, denominaciones que sin duda podrían caber en el campo de la economía política. En lo que hace a las artes, el asunto ha sido reiterado a menudo, pero con la mirada puesta en la producción y no en la crítica, argumentando con teorías y no con obras, cruce diagonal que evidentemente es contradictorio. ¿Es acaso posible replantearse el asunto con imágenes y no con el verbo, enjuiciando a los teóricos que distorsionan los hechos y no a los artistas que simplemente trabajan?. Ospina ha probado que si, que es posible.


Cuando presentó la segunda instalación en Arte 19, el planteamiento básico guardaba similitudes con el que le había dado su razón de ser a Fausto. Al centro, en lugar de las goethianas rosas de la salvación, puso tres series de esculturas de animales <<precolombinizados>>, como Javier Gil los llamó en el texto del respectivo catálogo. Esas esculturas representan hipopótamos, cocodrilos del nilo y tortugas africanas. Alrededor de esas esculturas, en los muros o contra los muros, como si estuvieran observando la inmóvil fauna, había treinta y un personajes de diferentes tamaños, materialiales y texturas derivados de la familia Simpson, igualmente precolombinizados. Los ojos brotados de los Simpson de Ospina aludían clara y directamente a las miradas de los críticos.
Las piezas del centro, distribuidas en tres grupos, se titulaban Bizarros (1993). La palabra bizarro es un adjetivo que califica lo valiente y esforzado, así como lo generoso, lúcido y espléndido, pero también lo quijotesco. Por otra parte sabemos, al menos los que hemos leído con placer la historieta Superman, que bizarro es el personaje doble y falso que trata de suplantar al héroe del planeta Kriptón con fines perversos. Con esto en mente, entrecruzado de bizarría quijotesca y falsedad, el hipopótamo gordo y voraz pasó a titolarse Bizarro gourmet. El cocodrilo de boca abierta (<<como si fuera un cantante de ópera>>, me ha dicho el autor) recibió el título de Bizarro divo. Y por último la gentil tortuga, que alza la cabeza y mira con desenvuelto gesto de alerta, se denominó Bizarro retador. La satisfacción del gourmet, el exhibicionismo del divo y el realismo retador se entretejían en conjuntos abiertos que tenían su contraparte al exterior, en las filas de personajes situados contra el muro.

Esa contraparte la componían Bart, Lisa y Marge Simpson bajo el título de Críticos arcaicos (1993), realizada en concreto opaco y rustico. Seguía la pareja conformada por Crítico extático y Crítico arcaico IV (ambos de 1993), tallados en piedra. En su éxtasis, el primero era un Bart Simpson sentado; el segundo, de pies, era un Homero Simpson, absolutamente inmóvil. Los críticos del Hig-Tech (1993) conforman un grupo de veinticinco piezas de reluciente cerámica, montadas todas en repisas de impecable blancura. El pulimento las diferenciaba de todas las demás y las hacía parecer eternamente nuevas, lo que contrastaba con la empolvada vejez de los Críticos arcaicos. Por último tenemos Los críticos (sin más calificativos), de 1992, dos pequeñas piezas de cerámica en la que un Bart Simpson hacia extraña pareja con un Buda.

Ahora bien, si se observa con detenimiento la disposición general del conjunto es fácil discernir que el centro de la galería nos remitía al mundo natural y su periferia a la esfera cultural. O dicho de otro modo, el centro evocaba aquello que el lugar común identifica con el subdesarrollo mientras que la periferia era el reino de personajes que todos conocemos y que Ospina travistió en críticos de arte. La crítica de Ospina era irreverente y demoledora. Predominaban los Simpson, asociados al desarrollo porque pertenecen a una familia de personajes creados por la televisión de los Estados Unidos, que prácticamente se pueden ver en las pantallas de cualquier país del mundo. El contrapunto descansaba en la figura del solitario Buda, imágen icónica no menos divulgada que viene del Asia ancestral. Reposa tranquilo el Buda crítico de arte, en contraste con la exacerbación de los Críticos del High-Tech, que dominaban numéricamente y visualmente esta enorme y redonda instalación. En cuanto a los hipopótamos, cocodrilos y tortugas, éstos son vasijas que se pueden emparentar por el terminado con las de la cerámica Tairona, en la costa Caribe de Colombia, pero también con las de la Chorrera, Ecuador, que fue el sitio donde el cuerpo de la primitiva alcarraza de cerámica evolucionó hacia la escultura figurativa, conservando en el proceso el pico o vertedero y el asa curva, lo que hace de ella una escultura que al mismo tiempo sirve de vasija con propósitos rituales. Para mejor comprender la apropiación o préstamo que Nadín Ospina se permitió tomar del mundo precolombino, oportuno es resumir la historia de la vasija escultórica americana.

Los primitivos y versátiles escultores de La Chorrera modelaron vasijas en forma de calabazas, búho, ave, mono, casa, etc., pero también de ser humano. El sustancial aporte ecuatoriano fue adoptado por otros pueblos, influyendo hacia el sur culturas del área peruana tales como las de Chavín, Vicus, Moche, Chimú, Lambayeque, Nasca y Huari-Tiahuanaco, llegando a incidir aunque de modo bastante atenuado en los incas. Hacia el norte, en el área de Colombia, es notable el impacto que tuvo en los pueblos Calima y Tairona. Más al norte aún, el impacto de la alcarraza figurativo o vasija escultórica de La Chorrera repercutió en la cultura de Guanacaste, en Costa Rica, y dejó variada huella, dentro de los límites del México actual, en la escultura Colima, Tolteca, Mixteca, Veracruz, Huasteca y Azteca.
En su lenta evolución, hacia el sur y hacia el norte, la alcarraza figurativa se transformó en vaso al ensancharse la vertedera y luego en olla al perder el asa. En cuanto a los materiales de fabricación, se ha empleado la arcilla, la piedra y el oro. Las vasijas efigies de los mochicas, también llamadas botellas retratos, son altamente apreciadas por el acendrado realismo con que presentan a Tláloc (dios de la lluvia). Sin duda, la vasija escultórica figurativa es una de las manifestaciones artísticas más peculiares e interesantes de la América antigua


III
Desde Trampa de sol, pintura de 1981 que ese año ganó mención de honor en el renovador Salón Arturo Rabinovich que se realiza en Medellín, hasta las obras escultóricas de reciente data, una característica define el arte de Nadín Ospina y es la claridad. Esa claridad es múltiple ya que puede aplicarse al diseño cuando éste juega un papel determinante en la obra, a los materiales que la estructuran y a los conceptos que la fundamentan. Aunque era esencialmente pintor, Ospina trabajó al principio con criterios de diseñador industrial. Esto suponía una gran economía de medios y un no rotundo a todo lo que fuera retórico o superfluo. El artista negaba la retórica por cuanto sabía que no le agregaba nada al tema central que estuviera trabajando y negaba lo superfluo porque no reforzaba ni enriquecía los elementos visuales puestos en juego.

En la primera fase del período formativo, Ospina manejó una economía de medios de evidente estirpe minimalista, que se observa tanto en la ya mencionada Trampa de sol como en Movimientos y Gran globo de 1982, y en Juegos en el campanario de 1984. Los colores planos, intensos y bien cortados distinguen a todas estas obras, esencialmente geométricas. La preminencia de la geometría era producto de la voluntad de síntesis que siempre ha animado al artista, incluso en los casos en que la obra resulta visualmente prolija. El color, desenfadado, tenía sentido a partir de eso que podríamos denominar valor de uso ya que derivaba de la manera como generalmente se emplea en semáforos o en banderas, en juguetes o en máscaras de carnaval. El color no poseía expresividad autónoma porque al escogerlo lo volvía a figurar o sea que también era refigurado, refiguración que no difiere de la manera como en obras posteriores tomó las figuras de Bart Simpson y de un chamán agustiniano con el fin de entrecruzarlos y crear así un nuevo acontecimiento icónico. Sólo que la intensa carga significativa de Simpson o del chamán agustiniano no es la misma de un ocre, un violeta o un azul, que en sí y por sí son de un gran potencial polisémico. Si entramos en lo específico del caso, me parece posible afirmar que Ospina cambiaba ciertos colores porque culturalmente remiten a la luminosidad del trópico y no porque correspondieran al color del trópico. O sea que se apoyaba en señales culturales y no en la realidad objetiva, señales que son la materia prima de su refiguración.
A partir de 1981, Ospina se negó sistemáticamente a pintar cuadros tradicionales, asumiendo así una posición en la que iba a coincidir con Carlos Salas. Ospina había estudiado el sentido del shaped-canvas de Frank Stella y Elsworth Kelly y esto lo llevó muy rápidamente al territorio de la pintura objeto. Trampa de sol es una obra en que la tela se proyecta siete centímetros hacia el espectador, sugiriendo una pirámide de base trapezoidal que una vez puesta en el muro podemos ver desde arriba. Dos cortes gemelos en la cara inferior de esa pirámide crean el espacio real por el que asoman sendas varillas de fálicos topes. Atravesada de líneas y bandas paralelas en diagonal, la obra es más un objeto pictórico, lo cual permite precisar que el entonces pintor se estaba planteando problemas espaciales propios de un escultor.


¿Cómo se los planteaba? Aunque parezca contradictorio, se los planteaba a través de la pintura misma. Si Trampa de sol es una superficie pintada que se sale del plano vertical pero que conserva su calidad de pintura, Movimientos es pintura en el espacio. La solución de Movimientos es sencilla y significativa ya que al montar la tela sobre una armazón de tres alambres que conforman una empinada pirámide de base triangular, parecida a tiendas de indios, Ospina rompía con la pintura e incursionaba en la instalación. La obra se compone de sesenta pequeñas piezas de 20 x 15 x 4 centímetros dispuestas en triángulo sobre una superficie horizontal, disposición que puede variar si así se quiere, de allí el título de la obra. Pero lo que se impone, al abordar el conjunto, es el color. Como se trata de una obra en la que el diseño es dominante, es de anotar que la simplicidad de ese diseño facilitaba el proceso de alternar los colores dentro de las tres referencias visuales en juego, referencias limitadas al fondo y a los dos planos flotantes que se recortan nítidamente contra él.
Nacía la serialidad, determinante en la trayectoria del artista, creando un nuevo vínculo con el minimalismo. Si el shaped-canvas lo asociamos a Elsworth Kelly y Frank Stella, la serie situaba a Nadín Ospina en la órbita de Donald Judd. Pero Ospina no se mimetizaba con ninguno de los tres. Además, se trataba de obras primerizas que se permitían la libertad de ser juguetonas dentro de parámetros rigurosos y serios. El sentido de juego, ligado a una visión infantil, es más directo en Gran globo, que se puede describir brevemente como un círculo de 37 medias sombrillas colgadas en la pared. En Gran globo, el color se reparte en los tres elementos diferenciables de cada pieza, explotando lo ya ensayado en Movimientos. En este caso, lo lúdico e infantil resultaba estar en línea con lo ya practicado por Paul Klee y Joan Miró, pero apelando a soluciones inéditas que no rehuían su potencial decorativista. De allí la opinión de Miguel González al afirmar que la obra se enriquecía “en la cultura de almacén” y que se apoyaba en “una inventiva que concentra el candor como contraste”. Por su parte, José Hernán Aguilar veía “un universo sencillo, fantástico y alegre”.

Una particularidad que a mi juicio es índice de lo compleja y seria que era la búsqueda que Nadín Ospina había ernprendido, se refleja en el hecho de no repetirse, lo cual conseguía en buena parte porque en cada obra resolvía un problema distinto, siendo el puramente espacial el que más repercusiones iba a tener a lo largo de los años. Así tenemos que si la disposición de Movimientos está regida por una base horizontal, la de Gran globo lo está por una vertical, alternativa que se combina en Juegos en el campanario, obra ésta que no plantea un asunto de presentación como sus dos antecedentes sino de representación ya que evoca los vitrales de una iglesia y un altar. Al respecto, el título de la obra es absolutamente explícito. Colocados en el muro y en el piso, los nueve elementos autónomo de Juegos en el campanario poseían tal complejidad visual que puede afirmarse que es a través de esa complejidad que el artista abandonó su apego por las soluciones minimalistas puras. No obstante, la experiencia le dio fundamento a actitudes que aún perduran, lo que convierte a Ospina en uno de los raros artistas nuestros que desde la primera juventud abocaron asuntos fundamentales para el cabal desarrollo de su trayectoria artística, sabiendo desembarazarse en fecha temprana de influencias que lo marcaron pero no lo esterilizaron. Al mismo tiempo hay que reconocer que el minimalismo, como influencia, resultó ser a la postre relevante. En esta fase inicial, el entonces pintor incorporó a su obra aspectos básicos y determinantes, entre los que cabe destacar la serie, la variante temática y la tridimensionalidad. Esta última era extrapictórica aunque la ensayaba desde la pintura y sin negar lo pictórico.


IV
La segunda fase del período formativo va de 1985 a 1989. Se distingue a simple vista porque entró de lleno en la figuración, superando así el sentido de abstracción y concreción de Juegos en el campanario, en el que es evidente el querer evocar, que en adelante cambiará por el querer significar. Es lo que se manifiesta en Dánae y Babel de 1985, en Babilonia, San Sebastián y La edad de oro de 1986 y por último en Novia italiana de 1987. Son seis obras en las que es fundamental el desnudo, de sabor clasizante en la mayoría de los casos. Desnudo clasizante y no clásico, definición que implica una manera de proporcionar que recuerda pero no aplica los cánones griegos.

La relación con Grecia es absolutamente evidente en el titulo de la primera obra. Dánae, seducida por Zeus, concibió de éste a Perseo, uno de los grandes personajes mitológicos. Lo que le interesó a Ospina del encuentro amoroso es que el siempre recursivo Zeus se convirtió en lluvia de oro para poder acceder a la deseada, asunto que el artista representó con un torso femenino mutilado y adosado a la pared por el hombro y la cadera, con lo que comunicaba la sensación de flotar. Dibujado en el muro con lápices de colores había una cenefa que sugería baldosines, cuyo diseño tomó Ospina de un cuadro del Giotto. Por último tenemos, pegados al muro, palillos de dientes cubiertos de verdadero polvo de oro, palillos que nos remiten por su forma ahusada a gotas de agua que caen. La obra tiene un último detalle a considerar y es que el torso, pintado de amarillo, está cubierto de pequeños planos de color que son como la impronta erótica que deja en la piel de Dánae la lluvia de oro que la cubre. Nadín Ospina se inscribía así en la tendencia historicista que emergió con fuerza hacia 1980, presente en obras de arquitectos como James Stirling, Charles Moore y Ricardo Bofill, y en pintores transvanguardistas como Sandro Chia y Mimmo Paladino. En Ospina, las alusiones a un mito antiguo, a la estética griega clásica y al Giotto fueron los puntos de apoyo que dieron lugar, sobre todo al combinarse los dos últimos aspectos, a un eclecticismo de tales proyecciones que terminaría por constituirse en el germen de la obra que ha realizado en los últimos años. Se combinaban además figuración y abstracción, geometría y gestualidad, tratamiento bidimensional y tratamiento tridimensional, materialidad de la obra e idea. A esto cabe agregar el dibujo en la pared, de carácter efímero, que remite a ciertos trabajos del minimalista Sol LeWitt, o sea que lo antiguo (la alusión a las esculturas griegas mutiladas) se combinaba con lo nuevo.

Como en los trabajos de la primera fase de la etapa formativa, la idea resultaba ser más importante que la apariencia visual, pero sin que ésta quedara disminuida. El artista se apartaba así de las dos actitudes polares de la generación precedente en Colombia. Por ejemplo, la que representa Maripaz Jaramillo, ya que lo que el ojo ve en Ospina no lo dice todo. En éste hay un concepto soterrado pero muy profundo que va más allá de lo que la vista capta. No obstante lo anterior, el artista tampoco caía en el ejemplo que personifica Antonio Caro, para quien la idea lo es todo y el soporte un accesorio cuya presencia es precaria porque se niega a reconocerle jerarquía. En Ospina, la importancia de la idea se refleja en los títulos, que nos remiten a acontecimientos de la antigüedad de modo directo como en Babel y Babilonia, o de modo indirecto como en Novia italiana, basada en el cuadro de Botticelli que ilustra un cuento del Decamerón. Todas estas obras fueron concebidas de tal manera que activan el espacio de exhibición al combinar, en una misma obra, particularidades de la arquitectura, de la escultura y de la pintura, recurso que ya estaba presente en Juegos en el campanario.

De la segunda fase del período creativo hay que señalar que, haciéndole honor al eclecticismo que con convicción Ospina había abrazado, lo puramente pictórico pasó por tres estados con asombrosa rapidez. El primero es el de los planos lisos y sin marcas de pincelada ni texturas que se observa en Juegos en el campanario. El segundo es el de la superficie cubierta de triángulos alargadísimos que sugieren una gestualidad contenida, presente en Dánae. El tercero y último es el de la gestualidad plena de Babel. Esta gestualidad dominó la siguiente serie de obras, primer conjunto trabajado con absoluta coherencia de tema, ideas y recursos expresivos. A este conjunto pertenecen Sísifo y Los románticos de 1987, Los equilibristas, Árbol de la esperanza y Ángel de 1988 y Los pensadores y Los estrategas de 1989. La siete obras mencionadas antes constituyen la culminación de la segunda fase y de cierta manera podrían catalogarse por fuera del período formativo, aunque a él pertenecen por el concepto y por la forma, no por las ideas, que entraban en un terreno mucho más personal en la medida en que el artista abandonaba el historicismo y se centraba en la actualidad.

En principio, el del Sísifo es un título que contradice la anterior afirmación, pero sólo en apariencia porque esta vez el texto mítico no es sino el relato o apoyo literario con el que iba a trabajar. El Sísifo de Ospina no ilustra el mito griego mientras que Dánae sí lo ilustraba. En esto, sin duda, se puede apreciar una evolución significativa. Ospina no ilustraba el mito porque Sísifo era el pretexto que el artista buscó y halló para poder referirse con propiedad a un problema específico del Amazonas, ligado al cuarto mundo o sea a las zonas marginadas del ya marginado tercer mundo. Así tenemos que si el cuerpo de Dánae nos remite por su armonía al de cualquier Venus y el de San Sebastián recuerda a cualquier Apolo, la figura del Sísifo ospiniano es una especie en vías de extinción: el tapir amazónico.

Parado en una empinadísima cumbre, el tapir es Sísifo y al mismo tiempo la roca que el condenado debe llevar a la cúspide de la montaña para que ésta, una vez alcanzada la meta, escape de sus manos y ruede cuesta abajo. Al considerar el tema, el enfoque inicial de Nadín Ospina no era optimista: Sísifo es un condenado y el tapir también lo es. Si por su capacidad de reproducirse alcanza el tapir la ansiada cumbre, cumbre que sería la de lograr el portento de poder preservar la especie, un sino oscuro (el del hombre civilizado que no conserva la naturaleza sino que la destruye) lo va a arrastrar de nuevo al abismo. Recuperado, el tapir volverá a subir para de nuevo caer. Pero hay que señalar que Ospina lo muestra en la cumbre, altivo, con quietud de monumento.

La pintura que arrojó a la manera de Pollock (otro detalle historicista), cubriendo con sus enérgicos chorreados la superficie escultórica, unificaba visualmente el conjunto (preocupación del artista plástico que en el fondo hay en Ospina) y creaba el vínculo temático que debía existir entre el Sísifo-tapir y la montaña-pedestal que el condenado ha de subir para irremediablemente caer. Como nos hallamos ante el monumento a una especie en vías de extinción, no puede ignorase que la cúspide es una forma fálica que simboliza la vida. En el movimiento circular de vida y muerte que Ospina nos presenta, el tapir procura reproducirse y el depredador humano se ensaña en querer exterminarlo.
La riqueza metafórica del Sísifo de Ospina es sorprendente, pero la verdad es que estamos ante un artista que piensa y frente a una obra bien pensada. Por lo mismo, como su tema, es redonda y completa en su hierática simplicidad. En Sísifo cristalizaba una manera de plasmar una idea, dándole primacía a esa idea sin abandonar su elocuencia visual. Vuelvo y repito que Ospina no es un conceptualista sino un posconceptualista. En los conceptualistas ortodoxos, la materialidad de la obra se podía sacrificar en aras de su idealidad. Un posconceptualista como Ospina reconoce la importancia de la idea y al mismo tiempo modela y acaricia la forma para fortalecerla, no para debilitarla. Al fin y al cabo no le tocaron tiempos de decadencia sino de auge, tras la purga teórica y práctica que simbolizó El inmaterial de Yves Klein (1962)

V
El logro de Sísifo estaba latente en las obras previas de la segunda fase del período formativo. Por cierto, ¿qué era lo que había en ellas que las sacaba del formalismo en que parecerían estar afincadas para llevarlas al terreno en que expresividad y significación se fundían? Me parece que la respuesta la podemos hallar en esa suerte de diálogo temático que contienen todas.
En Juegos en el campanario, los cuatro paneles verticales y ascendentes son formas puras y al mismo tiempo ventanas ojivales de la arquitectura gótica. Del mismo modo tenemos que las circulares nos remiten a los rosetones. Como los paneles verticales y los circulares van pareados como el palo y el punto en los signos de admiración, es al ser considerados como una unidad que resultan ser ejemplo del sentido de diálogo a que hago referencia. Mas no porque pareados acierten a decirnos cosas sino porque internamente (en la tensión que se establece entre la sequedad geométrica y la silueta exterior de cada elemento) hay sugerencias y contenidos que superan las reflexiones derivadas de problemas ligados a la diferencia que hay entre presentar y representar en la obra de arte para pasar al de refigurar contenidos.

Juegos en el campanario es la obra seminal y sugerente del periodo formativo, no la obra plenamente lograda aunque de muchas maneras es magnífica. Lo que pretendo puntualizar al hablar de diálogo, maduró en Dánae, Babel y Babilonia. Yo llamo diálogo a la manera libre y autónoma como el artista se aventuraba a la hora de combinar elementos con sentido literario pero sin caer en la anécdota. Dialogar es entrecruzar significaciones latentes que aisladas pueden permanecer en el grado cero de la semántica, pero que juntas pueden alcanzar el grado máximo de la elocuencia. En Babel, las dos figuras que se enlazan por los brazos y las piernas poseen cuerpos tensionados que en los puntos de unión tienden a separarse y en los de separación a unirse. Sin duda, Babel es una alegoría de la situación que se padece cuando estamos juntos pero incomunicados o del ser y no ser, tema que enfocado de otro modo es el mismo del Sísifo. Al período en que la obra de arte no debía estar “contaminada” de elementos literarios o anecdóticos ha seguido el período de un arte de alto contenido literario. Esa literatura, que en algunos artistas llegaba a ser sugerente y al mismo tiempo lamentable, Nadín Ospina la dinamizó reconfigurando significaciones y logrando que lo fundamental de la obra resida en lo que ésta nos hace saber.

¿Y qué nos hace saber Los equilibristas? Si aceptamos que esta pieza es la continuación de Sísifo, resulta claro que los tres tapires parados el uno encima del otro nos están remitiendo al apoyo mutuo, al crecer asociados, al subir (la cumbre) armando una escalera (para caer y caer). Con el fin de que tal cosa no suceda hay que guardar el equilibrio, operación complicada cuando resulta que en este caso la montaña se confunde con el Sísifo que late en cada tapir, un Sísifo que como vimos antes resulta ser en sí mismo la piedra destinada a rodar tan pronto llega a la meta, de modo que piedra, montaña y tapir son una sola cosa en Los equilibristas. ¿Cómo interrumpir entonces el ciclo de caídas?

Los románticos es la obra que rompe el ciclo de la desesperanza, al menos como el artista estaba viendo las cosas en ese momento. Los románticos es una obra bastante sencilla. Consta de dos relieves autónomos puestos en la pared, el de un tapir y el de un torso femenino desnudo, y de una escultura exenta que representa una figura masculina quimbaya en un montículo. El diálogo pasa en esta ocasión del terreno puramente formal al claramente semántico. Nos fijamos poco en el aspecto exterior de los dos relieves porque poco dicen de lo que el artista plantea y nos concentramos en qué son y qué connotan.
EI erotismo es la clave de esta intensísima obra. El tapir pretende seducir a la mujer y hacerse comprender de ella. Ésta, con su expresiva inclinación, parece indecisa. ¿Aceptará al seductor? ¿Lo rechazará? Amor imposible o concertación, el problema fundamental o sea el equilibrio del cuarto mundo es el verdadero tema de Los románticos, titulo que nos remite al amor enamorado, o sea al amor total. Con la figura femenina de Los románticos, el planteamiento de Ospina alcanzó su necesaria circularidad, comprometiéndose a fondo con el asunto sin esteticismos empobrecedores (aunque no es que ignorara por completo la estética) y señalando al hombre como único blanco al que hay que apuntar porque este curioso espécimen de la naturaleza –que orgullosamente se llama a sí mismo ser humano– ha preferido traicionar su sublime, esencial e irrenunciable condición animal. Entonces, si la mujer se deja seducir y fecundar por lo que el tapir representa, éste se podrá salvar.

La obra que resolvió el mea culpa que recorre la serie es Árbol de la esperanza, con esa bella figura femenina que abre los brazos (imagen de ofrecimiento, de sacrificio y de fecundidad latente) para que los coloridos tucanes se posen en ella y se encuentren. En tanto que forma escultórica, la figura femenina esté modelada y pintada para que su cuerpo-árbol sugiera la reconciliación con la naturaleza o contrapartida a la tragedia que describe el Sísifo ospiniano. El título deriva de la tela de Frida Kahlo titulada Árbol de la esperanza, mantente firme (1946), lienzo ligado a las alternativas vida-muerte y luz-oscuridad que acosaron sin respiro a la pintora mexicana, problema de civilización al que el hombre primitivo (el que representa la figurilla quimbaya) le da la espalda con altivo desdén.

La parábola que Nadín Ospina estaba describiendo con sus obras se cierra con Ángel, exhibida en 1988 en la Primera Bienal del Museo de Arte Moderno de Bogotá, obra conformada por dos representaciones de osos hormigueros y una de tapir, montadas en altísimas varas. Aunque autónomas, si se ponen de cierta manera con relación a las luces, procurando que el tapir quede al centro, las tres piezas arrojan la sombra de una figurada alada o sea que las especies en vías de extinción pueden constituirse en su ángel de la guarda. Quizás esto suene arbitrario, pero de ninguna manera lo es ya que la serie culmina con Los pensadores y Los estrategas, dos títulos que refuerzan el parecer de que los siete conjuntos que constituyen la obra pueden ordenarse como los capítulos de una saga en el contexto de una gran instalación. Pensar y trazar estrategias son actividades ligadas a la inteligencia humana que Ospina le atribuye a sus tapires. En Los pensadores tenemos cuatro tapires montados en cuatro pedestales troncocónicos. La forma geométrica de cada base sugiere control, dominio, albedrío, por lo que es distinta de la escarpada y abrupta cumbre del Sísifo. El tope es una plataforma circular, plana y horizontal desde la que escrutan el horizonte estos tapires pensadores.

El ciclo concluye con la pieza más ambiciosa de toda la serie, la titulada Los estrategas, compuesta de una manada de ciento cincuenta tapires realizados a partir de cinco modelos distintos y colocados directamente en el piso. Vivaz, espaciosa y convincente, con esta obra parecería que el Sísifo amazónico ha purgado ya su condena y que ha vuelto al llano, donde lleva una vida tranquila y alejada de todo peligro. Final feliz si se quiere, que yo preferiría llamar final normal, o final lógico, o final soñado. Cualquiera sea la denominación escogida, lo esencial del trabajo de Ospina es que las repercusiones semánticas del mito de Sísifo desbordan la obra escultórica que originalmente se identifica con el nombre del rey de Corinto y condenado de Zeus, para nutrir conceptual y temáticamente toda la serie, serie que tiene la particularidad de poder desplegarse en el espacio obedeciendo una secuencia que tiene un antes y un después, involucrando de este modo el tiempo. Cuando en 1988 exhibió en Bogotá Los estrategas, acontecimiento que tuvo lugar en el Museo de Arte Contemporáneo, Nadín Ospina dejó consignado en un escrito lo siguiente: “Estas piezas son como signos, como símbolos. Los tapires son el cuarto mundo, Latinoamérica, el Amazonas, la raza, el problema ecológico”. Y más adelante, en tono de confesión: “Pienso que lo que hago es de un optimismo muy grande. Las cosas no parecen ir bien, pero hay esperanza, una alegría que redime y permite continuar”.

VI
Al continuar con optimismo, Nadín Ospina se planteó una serie en la que empleó por primera vez el bronce. Los animales volvieron a ser el motivo central, concentrándose esta vez en tres especies de cérvidos: el venado de cola blanca americano, el muflón europeo y la gacela del Cabo, originaria de África. Si la serialidad latente en los tapires no era plena porque las obras eran distintas unas de otras aunque semejantes, en el grupo siguiente sucedió, al homogeneizar los conjuntos, que el artista volvió de cierta manera sobre lo ensayado en Movimiento y en Gran globo o sea a la utilización de elementos idénticos que se repiten y repiten. Sólo que si en la dos obras de los inicios el color permitía introducir variantes que ayudaban a particularizar cada elemento, creando ritmos cromáticos, en la nueva serie sucedió que el bronce borraba las particularidades gracias a su calidad lisa y brillante.

Las nuevas obras realizadas se componían de numerosos conjuntos, ajustándose Ospina a los criterios del escultor tradicional. Al restringirse, logró el propósito de ganar en rigor y disciplina. A la etapa pertenecen entre otros Santuario, La edad de fuego y Príncipes de 1991, y El sueño de Acteón de 1992. Son obras impecables, de corrección casi maniática y de concepción que a la larga –aunque parezca contradictorio– resulta ser poco escultórica porque las mejores eran ensamblajes de componentes diversos que hacían, de cada una de ellas, un objeto autosuficiente destinado a ocupar un puesto dentro de una instalación.
Si los tapires eran realistas, la verdad es que la pigmentación y la textura matizaban ampliamente esa cualidad. Ahora, en cambio, el artista recurría a un realismo refinado, hiperpulido como el de un cenicero elegante o el de un bibelot. El tratamiento ya había sido ensayado con suerte en las cuatro cabezas de perros de Novia italiana, pero el material de esta obra (papier maché y resina) mitigaba el efecto de pulcritud que más tarde, con los bronces, aumentó con creces. Simultáneamente, Nadín Ospina avanzaba en el campo de la instalación a gran escala. Las soluciones ya practicadas, con excepción de la de Los estrategas, habían sido realizadas a mediana y pequeña escala. Ahora se proponía explotar la totalidad del espacio disponible al exponer. Con motivo de la exposición individual de 1991 en Arte 19, la concepción y distribución de las piezas se ajustó a variados criterios, entre los que cabe destacar dos. El primero, que las piezas trabajaran perfectamente al quedar interrelacionadas, pero sin que disminuyeran su eficacia al quedar separadas. El segundo, que la disposición general poseyera la flexibilidad suficiente como para que pudiera ser adaptada a otros espacios. Ospina desarrolló así la instalación portátil. Los estrategas lo eran a su manera, en buena parte porque no ocupaban sino el piso, pero ahora, con criterios más ambiciosos, el artista se interesaba también en los muros.

La exposición en Arte 19 se distinguió de las hechas previamente por los tirajes que el artista hizo, en varias copias, de una misma pieza, copias tratadas y ordenadas como lo que eran: los módulos independientes de una sola obra. El principio compositivo en que se apoyaba el escultor no estaba lejos del que Donald Judd solía utilizar, pero lo que en éste era abstracto y anodino fuera de no significante, en Nadín Ospina era figurativo, anodino y altamente significante. Utilizo el término anodino para indicar una deliberada intrascendencia, un estar la obra ahí como si se tratara de una ventana o de un mueble, con lo que el espacio se carga y activa. ¿De qué modo? Una silla junto a otra silla y otras más le infunden su carácter a un espacio habitado. De la misma manera tenemos que un objeto escultórico de Nadín Ospina junto a otros más, idénticos y dispuestos a intervalos regulares como ventanas en la fachada de un edificio, definen un clima espiritual y una poética. Es de anotar que los primeros ensayos en este sentido los encontramos en Ángel y en Los pensadores, pero el artista exhibió cada uno de estos conjuntos por aparte, sin interrelacionarlos nunca en el mismo espacio.

Hay que reconocer entonces que la obra adquirió un nuevo énfasis desde la exposición en Arte 19. Allí mostró Santuario, La edad de fuego, Estrellas fugaces, Éxtasis, Soñadores, Pasionario y Pulsador. Ordenadas en rangos, geométricamente y como si se tratara de un gigantesco y extraño ajedrez, la totalidad cautivaba por su simplicidad e intrigaba por su sinceridad. Me refiero a la sinceridad que postulaba la Bauhaus, cuyo “menos es más” fue el germen del minimalismo, ese minimalismo que atraía tanto a Nadín Ospina. Quiere decir que en la manera de proceder del artista no había cabos sueltos. Su gran instalación funcionaba tanto visual como semánticamente. ¿Para decir qué? Para poder llegar a saberlo hay que considerar que luego de preocuparse por la suerte del tapir amazónico, cuando se discutía qué sentido habría que darle al quinto centenario de la irrupción europea en América, el artista colombiano consideró el mestizaje a gran escala que el Nuevo Mundo había hecho posible al recibir pueblos y culturas de Europa y África.
El tema lo resume Santuario. Consiste en una campana con dos cabezas de venado que por un lado evoca el instrumento que penetró con su armonioso sonido el ámbito americano convocando a los templos y por el otro nos remite a las piezas bicéfalas producidas en varias culturas precolombinas. Además, el venado es un animal totémico en algunas de esas culturas o sea que en el ensamblaje de esta campana cérvida y bicéfala concurrieron consideraciones formales e iconográficas, ligadas estas últimas a significados muy hondos, retomando y desarrollando Ospina lo que ya estaba presente en Juegos en el campanario, en Dánae y en Novia italiana.

Los críticos que en el momento comentaron las obras de esta etapa, aprobaron lo que Ospina proponía en su discurso visual. Refiriéndose a la campana de Santuario, Carmen María Jaramillo escribió: “Un instrumento característico del catolicismo está fusionado a un animal que abundaba en nuestro territorio antes de la llegada de los españoles; el encuentro brutal de dos culturas se refleja en este trabajo, donde de este ejemplar sólo quedan las cabezas a manera de trofeo”.
Si retenemos la reflexión de Carmen María Jaramillo y hacemos un alto para poder hacer comparaciones, es bien claro que –vista aisladamente– La edad de fuego, que consiste en cuatro cabezas de muflones coronando cuatro altísimas barras de base trípode (barras cuyas patas son las extremidades del animal), no posee la riqueza temática de Santuario. No obstante, puesta junto a Estrellas fugaces (1991), siete cabezas de resina de poliéster de la gacela africana, la combinación de las dos no resulta de menor relevancia que la de Santuario, ampliando incluso sus connotaciones. Por eso, en la ocasión, Nadín Ospina habló en entrevista con María Margarita García de “un manejo” que él llamaba “puesta en escena de la obra, donde todo forma una unidad”. Agregó: “Involucro tanto marcos como bases”. Al abrir en Arte 19, Ospina no le puso título a la exposición, pero vale la pena consignar que consideró a posteriori que la muestra hubiera podido titularse Santuario. Lo sacro y lo ritual son entonces los motores de una instalación que constaba entonces, instalados en el espacio principal de la galería, de cuatro conjuntos: Santuario, La edad de fuego, Estrella fugaces y Éxtasis.

Como la voluntad de significar tenía la prioridad, Ospina iba hilando sin interrupción los significados latentes en los conjuntos que incorporaba poco a poco a la totalidad. Por ejemplo, Éxtasis se compone de cinco piezas de resina de poliéster azul cobalto que tienen, todas, la cabeza de una niña (en verdad, un retrato muy sintetizado de su pequeña hija Mariana). El tope de cada cabeza lo remata indistintamente una cabeza de zorro, una de venado, una cabeza de niño de cuyos labios brota una excrecencia, y, en dos piezas (y por separado en cada una de ellas), dos figuras de la cultura Tumaco. Es de señalar que el tipo de superposición practicado por Ospina era semejante al que encontramos en los postes totémicos del área norteamericana. Por medio de la hibridación o resemantización de partes, entendida esta hibridación como vehículo para expresar el gran mestizaje americano, la refiguración de elementos precolombinos había entrado definitivamente en el mundo de Nadín Ospina.


A la entrada de la muestra en Arte 19, antes de subir al espacio principal, el visitante encontraba Soñadores, Pasionario y Pulsador. El primero se componía de sesenta autorretratos sintetizados a la manera de los primitivos maestros de la zona Tumaco. Limitados a la sola cabeza (que es el elemento que predomina, roto, en los hallazgos de esa zona arqueológica), los autorretratos descansaban como durmientes en una base cuadrangular de poca altura. Pasionario era una cruz cristiana de palo horizontal rematado a lado y lado por sendas cabezas de venado y de palo superior reemplazado por una corona de espinas. Por último, Pulsador era una especie de arco doble y bicéfalo que evocaba tanto una canoa como la forma de las narigueras taironas.
Como bien puede verse, la sola descripción de las piezas define de entrada un repertorio de formas significantes (cabeza, cruz, corona, arco, canoa, nariguera) que Ospina refiguraba y recontextualizaba en busca de nuevas connotaciones. Creo que la presencia de Pasionario a la entrada de la galería habla claramente de los sufrimientos y sacrificios que los conquistadores europeos le impusieron a los pueblos conquistados de África y América, sufrimiento y sacrificio que la religión justificó e incluso promovió a cambio de la salvación eterna. Visto así, el mestizaje era asumido por el artista como un necesario y doloroso rito de unión. De allí la peculiar disposición de las piezas, que en su momento Javier Gil definió así: “Es posible observar el espacio como un todo estructurado armónicamente a la manera de un templo religioso lleno de claves simbólicas”. Se comprende por qué el artista pensó, tardíamente, que la muestra debió llevar por nombre Santuario.

VII
La Galería Astrid Paredes de Caracas recibió en 1992 la misma exposición, aumentada con las seis piezas del conjunto Flora (1991), hechos en resina de poliéster azul cobalto. Nada nuevo le agregaba Flora al tema del mestizaje, de allí precisamente que sirva para comprender el esfuerzo estilístico en que estaba empeñado el colombiano. Nadín Ospina me ha comentado que hasta ese momento tenía el deseo de llegar a ser un escultor con estilo propio como un Edgar Negret, reconocible a simple vista. En busca de ese estilo, los delgados soportes de La edad de fuego se convirtieron en los muy macizos de Flora, título éste descriptivo en cuanto el orgánico pedestal (reminiscente de las tolas funerarias, prueba de que no sólo se trataba de estilo sino de significados) se abría en el tope como una flor. Los pétalos de esa flor estaban formados, según la respectiva pieza, por seis cabezas de niña, seis de zorro, seis de venado, seis autorretratos y, en dos casos, dos grupos de seis reproducciones de dos figuras diferentes de la cultura Tumaco.

Como bien puede verse, Flora era una nueva versión de Éxtasis pero ampliada con los autorretratos de Soñadores. Y era, igualmente, una refiguración de los platos taironas que pese al formato rectangular evocan una tortuga de cuatro cabezas cuyos ejes forman una cruz, correspondiendo cada cabeza a un animal diferente de la Sierra Nevada de Santa Marta. Uno de los casos en que lo plástico predomina ampliamente sobre lo ideológico, Ospina se dio al placer de modelar, inventar, hacer y deshacer reutilizando siempre los mismos elementos. Es así que en Delirio la cabeza de niña se organiza en poste totémico de seis cabezas humanas dispuestas verticalmente, que remata una pequeña cabeza de venado.
El escultor reciclaba sus elementos. Aunque modelados por él, su uso repetido empezaba a generar una posición de indiferencia –o de neutralidad– hacia sus estéticas y formas, no sus contenidos intrínsecos y extrínsecos. Por lo mismo hay que distinguir las varias actitudes que asumía al modelarlos. Las campanas eran copias y las cabezas de venado eran realizadas dentro de un realismo deliberadamente convencional mientras que las figuras Tumacos eran concebidas como réplicas. En abierto contraste tenemos que el autorretrato era una creación original que se inscribía deliberadamente dentro de la síntesis orgánica que caracterizaba a los anónimos maestros Tumacos. El eclecticismo seguía siendo la regla, lo cual sin duda entraba en conflicto con la voluntad de llegar a tener un estilo.
La voluntad de un estilo quedaba satisfecha al modelar como un creador tradicional, pero el eclecticismo empujaba una y otra vez al artista a apropiarse de lo ya existente para refigurarlo. Lo segundo admitía ampliamente lo primero, mientras que lo primero podía repudiar a veces lo segundo. Todo dependía del lado desde el que se mirara el asunto, conflicto que en última resolvía intuitivamente el artista. De allí que Natalia Gutiérrez escribiera: “Hay que hablar también de su intuición, que le ha permitido referirse a diferentes temas de la cultura con una estrategia propia”. A continuación, la joven crítica señaló que Nadín Ospina podía “utilizar con la misma seriedad, elementos del arte actual o del precolombino, del lenguaje popular o de masas, enriqueciendo la obra con múltiples asociaciones, lejos de los aburridos resultados de artistas temerosos o aferrados a una idea del buen gusto y del diseño”.

En Plataforma de lanzamiento I (1992), realizada en Kassel, Alemania, como parte de las actividades paralelas a la Documenta de ese año, el eclecticismo y la voluntad de estilo se mantuvieron en perfecto equilibrio. Invitado por Handi el Attar de la Universität GhKassel, Ospina llevó los siete bronces de Custodios (1992). Cada pieza consistía en un círculo de alas montado en una larguísima varilla que salía de la caparazón de una tortuga en plena marcha. El símbolo era claro y consistente como el de la serpiente emplumada o símbolo de Quetzalcoatl. Lo celestial y lo terrenal aparecían unidos, complementándose mutuamente, en una pieza parecida a una custodia cristiana, custodia mestiza en cuanto indirectamente representaba el sol sagrado de las religiones americanas, tal y como la diadema o tocado de caracoles de los ofrendatarios figurativos muiscas representa también el sol.
Pero una vez en Kassel, enfrentado a la vastedad del espacio que los organizadores le tenían reservado, Ospina se lanzó a la realización de una nueva obra. La tituló Plataforma de lanzamiento (1992). Se componía de un círculo de arena blanca de diez metros de diámetro, dos autorretratos de Soñadores puestos en el centro y cien tortugas de plástico. Los autorretratos y las tortugas estaban unificados por el color azul cobalto. Al borde del círculo, saliendo de la arena, alumbraban decenas y decenas de bombillos diminutos. Ospina me ha explicado que los autorretratos eran una clara alusión al pensamiento, al sueño o a la alucinación de dos seres humanos que están imaginando tortugas. El tema era el mismo de Custodios con su arriba y con su abajo, sólo que lo onírico tomaba el lugar de lo celestial. El uso de la arena y del círculo eran ya un lugar común, lo cual debilitaba formalmente la obra, pero es de reconocer que las leves ondulaciones de la arena blanca, punteada de tortugas azules, producían una imagen de intenso y jugoso lirismo.


Plataforma de lanzamiento. 1992.De vuelta a Colombia, el artista fue invitado por la Galería El Museo a participar con una obra especial en una muestra de homenaje al recién fallecido Alejandro Obregón. Nadín Ospina produjo entonces Plataforma de lanzamiento II –Dedicada a Obregón (1992). A conciencia y por primera vez, armó un conjunto a partir de elementos existentes. Sobre una mesa triangular colocó un auténtico cóndor tairona de cerámica negra en alusión directa a los famosos cóndores obregonianos. En la repisa inferior de la mesa había una plato de semillas rojas de chocho y en los muros, flanqueando la mesa, dos líneas de neón azul que evocaban los trazos horizontales del pintor desaparecido, así como su sentido de la luz. El fulgor del neón era, al mismo tiempo, una señal estelar relacionable con el despegue del cóndor, despegue que como las semillas evocaba la vida en medio del luto que inspiraba la muerte. El hecho de reunir y recontextualizar todos estos elementos lo ayudó a comprender cuál era el camino a seguir. En adelante no volvería a modelar nada con sus manos, ni crearía formas nuevas con la arcilla. Como los transvanguardistas italianos, se atendría al vasto repertorio de imágenes heredadas del pasado. Al abordar los temas de esta manera, la idea de refigurar pasó definitivamente a primer plano, adquiriendo fuerza y esplendor. La primera obra en que la refiguración ospiniana se manifestó con toda su amplitud, preludio del ya analizado Bizarros y críticos, fue In partibus infidelium (1992), premio en el Salón Nacional de ese mismo año.

In partibus infidelium era una instalación que involucraba todos los sentidos. Además del uso de luces, ya ensayado en Dedicada a Obregón, Ospina impregnó el ambiente con aroma de palo santo y pasó continuamente una pista sonora grabada con cantos de ranas. Obra ambiciosa y total, se componía de una cámara que tenía pintados el piso, el cielo raso y las cuatro paredes. El motivo de esa pintura holística estaba constituido de hojas vegetales de distintos tonos de verde que imitaban la floresta y remitían, al que por definición era y es un espacio eminentemente cultural, al mundo natural. Cuatro vitrinas situadas en los cuatro rincones de la cámara contenían cuatro figuras precolombinas falsas y cuatro platones estilo San Agustín llenos de semillas rojas. En el centro, una plataforma de madera con una muesca rectángular contenía más semillas rojas. Una vez en la cámara, la penumbra del recinto hacía que el observador concentrara sus sentidos en el repetido canto de las ranas y en el olor de palo santo, estímulos que remitían al campo de noche y en época de lluvias. Concentradas únicamente en los falsos precolombinos, las luces ponían de relieve la producción cultural en medio de un espacio saturado de efectos visuales, sonoros y aromáticos relacionados con la naturaleza.

Cuando sabemos que lo cultural y lo natural han estado en conflicto desde el Renacimiento, al punto en que la naturaleza suele ser despreciada por algunos teóricos (un caso extremo a recordar es el de Piet Mondrian), Ospina organizaba un relato encaminado a restituirle al arte precolombino funerario su carácter espiritual y sacro. El término in partibus infidelium se refiere a lo que en la época colonial solía ocurrir en los territorios de infieles del vasto continente americano o sea en tierras de indios alejadas de los centros urbanos de importancia. En esos apartado lugares aparecían a veces farsantes que se hacían pasar por funcionarios de la Corona o por clérigos enviados por las autoridades eclesiásticas. En uno y otro caso, el engaño traía consigo miramientos y privilegios que facilitaban la rápida obtención de riquezas. En sentido inverso, el término también se aplicaba en el caso de quien teniendo título o dignidad no lo ejercía por no tener jurisdicción propia. Al colocar piezas precolombinas falsas dentro de vitrinas museísticas, Ospina entrecruzó y potenció dos significaciones. La primera que si el arte falso es comúnmente repudiado, no menos repudiables es –en segundo término– la falsedad de poner en exhibición un arte que no fue concebido para la mirada de los hombres sino de los dioses. Según Ospina, el museo arqueológico vendría a ser un territorio infiel cuyos contenidos habría que denunciar en voz alta porque vacía las obras de sus contenidos originales.

VIII
De este modo, emocionalmente hablando, Ospina estrechó aún más su contacto con el arte precolombino, relación iniciada en Río (1988), una pieza contemporánea de Los románticos y de Árbol de la esperanza. El título aludía a la risa y a la corriente fluvial o sea que se planteaba como una clara referencia a lo natural. Pero la cabeza, notable por su deformación craneana, pertenecía a la cultura Tumaco, cabeza a la postre intervenida al quedar dotada de una risa de muñeco para infantes.

100 a.C. – 300 d.C.
El colmo de la ironía, en un instante en que lo lúdico recorría sutilmente toda la obra que iba saliendo del taller, era el agigantado falo que se proyectaba del atlético torso. En el contexto del tema desarrollado en torno al Sísifo-tapir, la virilidad del aborigen y su respeto a la naturaleza redundaban en una fecundidad y un sentido de la vida tan corrientes y fáciles de obtener que ignorarlo rayaba lo risible. En Río estaban latentes algunas de las inquietudes que en Bizarros y críticos llegaron a su esplendor. No obstante, hay una diferencia que vale la pena señalar y es que Ospina modeló con sus manos la figura de Río mientras que los precolombinos de In partibus infidelium fueron adquiridos a traficantes que una vez se ganan la confianza del cliente, venden dos y tres piezas falsas por una sola auténtica.

Como buena parte de los artistas latinoamericanos del siglo XX, Nadín Ospina había empezado a coleccionar precolombinos. La decepción que tuvo al descubrir que había sido engañado con falsificaciones, lo llevó a plantearse qué valor podrían tener. Ese valor, descubrió rápidamente, podía depender de él, del uso que quisiera darles. Con un espíritu cercano pero no igual al del ready made de Marcel Duchamp, Ospina se lanzó a trabajar con falsos precolombinos. Por ejemplo, las cuatro figuras cerámicas de In partibus infidelium fueron escogidas entre las que le presentaron en cajas y cajas llenas de ceramios recién fabricados. Así pudo seleccionar, para quedar incorporadas a la obra ganadora del Salón, un retablo quimbaya, una figura femenina tumaco, un chamán sentado jama-coaque y un coquero tairona que representa a un personaje masculino mambeando. Al exhibirlos en las vitrinas, se volvieron cuatro farsantes del arte en un falso museo.
El paso siguiente consistió en pasar por encima de los intermediarios para entrar en contacto directo con los artesanos que producían los falsos precolombinos. Varias cosas admiraba Nadín Ospina en todos ellos, entre otras la capacidad de imitar tanto los estilos como las calidades de ceramios procedentes de culturas muy apartadas, lo que conseguían gracias a un excelente manejo de arcillas y engobes. Al contratarlos para que realizaran las piezas de Bizarros y críticos, el artista se limitó a entregar los dibujos de las figuras que ordenaba modelar en tres dimensiones. Ospina daba las ideas y los artesanos aportaban la técnica o sea que delegaba la ejecución.

Delegar la ejecución no supone renunciar a la creación de la obra. El ejecutante, como el intérprete musical, no decide el tema ni el sentido que el tema escogido puede llegar a tener, en cambio aporta lo que es físicamente consubstancial a la realización o sea las particularidades de su superficie, particularidades dadas por el estilo que se imita y por la huella casi siempre mitigada que en sus diestros recorridos la mano va dejando. Esto hace que los hipopótamos de Bizarros gourmet sean parecidos pero no iguales, lo cual se repite en todos los conjuntos seriados que ha producido desde entonces. Para la realización de las decenas de piezas que componen Bizarros y críticos, Ospina encargó obra en talleres de cerámica situados en diversas localidades de Colombia y en talleres de escultura que operan en la vecindad del Parque Arqueológico de San Agustín. Estos últimos producen a diario, para su adquisición por parte del turista incauto, objetos y estatuas talladas en el mismo tipo de piedra arenisca que utilizaron los maestros del remoto pasado.
Invitado a exponer en México en 1995, con motivo de la exposición colombo mexicana que se titulara Por mi raza hablará el espíritu, Ospina sólo llevó unos dibujos. Allí contactó a un fabricante de réplicas que en lugar de trabajar con arcilla prefería hacerlo con resinas sintéticas, logrando la misma calidad de un original.

Quería decir que hasta el material podía ser imitado con éxito y alcanzar, por lo tanto, la cumbre de lo doblemente falso. La idea lo dejó fascinado. No había leído aún La seducción de Baudrillard. Cuando se familiarizó con el pensamiento de este autor francés, corroboró que su obra se movía entre lo “más verdadero que lo verdadero” o “colmo del simulacro” y lo “más falso que lo falso” o “secreto de la apariencia”. Baudrillard menciona en su texto “la idea de una verdad alterada” como “única manera de vivir de la verdad”.
Se diría que estas agudas consideraciones guiaron a Nadín Ospina cuando realizó las diferentes versiones de El difusionista (1995), concebidas a partir de la controvertida teoría que desde el siglo XIX venía planteando que las civilizaciones mesoamericanas tenían su origen en Asia y más concretamente en la India, recogida en Colombia por Miguel Triana en su libro Los Chibchas. El malentendido derivó de los larguísimos picos de los guacamayos tallados en la famosa estela B de Copán, que el ilustre y muy serio investigador John L. Stephens describió “como la trompa de un elefante, animal desconocido en ese país”. Aunque Stephens hablaba de un parecido y no de una representación, la escueta verdad no hizo carrera. Dibujantes hubo, cuando la fotografía no era corrientemente utilizada en las investigaciones arqueológicas, que al acometer la tarea de reproducir relieves y glifos mayas se permitieron la licencia de remodelar el pico de los guacamayos y aun de sugerir grandes orejas con el propósito de que la figura resultante fuera más elefantiásica.

Con este divertido relato en mente, Ospina tomó la “verdad alterada” y la volvió realidad concreta. En México, trabajando a partir del fantástico dibujo que en el London Illustrated News acompañó un artículo de G. Elliot Smith, dibujo que se suponía era el de un friso maya con motivo de elefante, Ospina ordenó la realización de una urna azteca con un elefante en la tapa, urna que exhibió en el Museo del Chopo frente al dibujo apócrifo trazado en la pared. Al refigurar la urna, Ospina hacía completamente posible que el difusionismo de los historiadores G. Elliot Smith y D. A. MacKenzie adquiriera visos de certeza, tal y como antes había hecho, de un cuadro de Carlos Salas, la obra maestra celebrada por José Hernán Aguilar. Ni Smith ni MacKenzie sospecharon nunca que las pruebas no estaban en el pasado sino en el futuro, en la creatividad del artista colombiano Nadín Ospina. Con humor y sencillez, el joven escultor rehacía la historia.

Así tenemos que en México mostró urnas funerarias tipo Tamalameque, lugar situado en la zona colombiana del Bajo Magdalena, en las que la figura del chamán que hay en las tapas fue remplazada por personajes de Walt Disney. Estos personajes y los de la familia Simpson iban a alternar durante un buen período, ensayando soluciones de sofisticación y elegancia extraordinarias como las de las anchas urnas de cerámica negra de 1995, que no responden a ninguna cultura precolombina específica y que logran ser, no obstante, genéricamente precolombinas. Un rinoceronte remata una de las vasijas y un hipopótamo con la boca abierta la otra. La refiguración es total y alcanza el rango de subversión estilística significaba.

IX
Nadín Ospina estaba en posesión de las ideas, conceptos, formas y técnicas que desembocaron en Viaje al fondo de la tierra, proyecto con el que ganó en 1996 una de las becas Guggenheim para América Latina. Al presentar su candidatura a la beca, el artista redactó y envió el siguiente documento:
“El proyecto Viaje al fondo de la tierra es una simulación de los viajes realizados por investigadores europeos en América durante los siglos XVIII, XIX y principios del XX.
Este proyecto será la culminación del proceso iniciado en 1991, cuando entré en contacto con los artesanos de San Agustín (principal centro arqueológico de Colombia) para que produjeran piezas que parecen objetos precolombinos alterados con elementos contemporáneos.
Viaje al fondo de la tierra será un viaje real por los más relevantes sitios arqueológicos de México, Colombia, Ecuador y Perú, siguiendo las rutas de arqueólogos e investigadores como Arthur Posnannsky (Tiahuanacu y la civilización prehistórica en el Altiplano y Una ciudad prehistórica en el Beni), Henry Prescott (History of the Conquest of Mexico y History of the Conquest of Peru), Desiré Charnay (The Ancient Cities of the New World), John L. Stephens (Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatan) y K. Th. Preuss (Arte monumental prehistórico).
Utilizando fotografías, dibujos y documentos de estos investigadores, haré una recreación de sus travesías.
Simultáneamente elaboraré, con artesanos locales, piezas basadas en las originales correspondientes a la cultura de cada región visitada (tal y como ya lo he hecho en Colombia y en México en los últimos años) y realizaré un registro fotográfico in situ, simulando con las piezas fabricadas un hallazgo arqueológico.
Posteriormente, simulando el método de trabajo de esos primeros arqueólogos, encargaré a dibujantes y pintores profesionales y a estudiantes de arte el registro de las piezas recopiladas durante el viaje.
Finalizaré el proyecto con una serie de exposiciones en las que se exhibirá todo el material (las piezas “descubiertas” acompañadas de fotografías, mapas, dibujos, etc.), procurando que el montaje museográfico simule una exposición arqueológica.”


Dibujo de Stübel y Reiss. 1875
Llama la atención, al leer el proyecto, que éste se presenta como “la culminación de un proceso”. Si culminación quiere decir fin, estaríamos entonces a punto de presenciar una nueva reorientación artística de Nadín Ospina. Pero no nos adelantemos a los hechos. Viaje al fondo de la tierra no ha sido un verdadero viaje sino su simulación. Desde su estudio en Bogotá, a través de libros, Ospina ha ensayado seguir la ruta de los ilustres investigadores y viajeros que menciona en su lista. Cierto es que tenía la intención de visitar personalmente los sitios arqueológicos (al respecto, el tercer párrafo del documento habla de un viaje real), pero el fenómeno de El Niño en 1997 y luego el de La Niña lo impidieron. Me permito llamar afortunado el impedimento físico de andar por esas rutas porque convierte en un simulacro total la idea que le da alma a Viaje al fondo de la tierra. Se puede lamentar, eso sí, que haya tenido que prescindir de la colaboración de los artesanos que quería contactar en las localidades que se proponía visitar, artesanos que con seguridad hubieran inspirado giros y hallazgos no previstos, pero la obra ya está hecha y se exhibe ahora en el Museo de Arte Moderno de Bogotá junto con algunas de las piezas más relevantes de los cinco últimos años, escogidas porque se apoyan en fuentes precolombinas.

Luego de exponer en México, Ospina repasó los principios teóricos que le daban fundamento a su arte y concluyó que estaba en la situación de abrevar en todas las culturas de la América antigua. Esto es algo que había ensayado previamente, aunque no a gran escala. Recordemos que una de las figuras de In partibus infidelium estaba inspirada en el arte de la cultura Jama-coaque de Ecuador, no lejos de Guayaquil, de donde proceden figuras cerámicas de gran complejidad, belleza y refinamiento. Como proyecto, Viaje al fondo de la tierra podía satisfacer ampliamente la preocupación de ir hasta el final en la precolombinazación de iconos contemporáneos.

Al estudiar el vasto conjunto de casi cien piezas que Ospina ha realizado en 1997 y 1998 como becario de la Fundación Guggenheim, resulta evidente que la familia Simpson ha casi desaparecido y que la preminencia la tienen ahora los populares personajes de Disney: el pato Donald y el ratón Mickey con sus respectivas novias, Daisy y Minnie. A partir de estos iconos del siglo XX, Nadín Ospina ha realizado piezas que evocan la botella escultórica Mochica, la vasija globular muisca, el incensario Manteña, el guerrero Nayarit, el chamán ataviado Tairona, el Chac Mool azteca, el dignatario Jama-Coaque, la botella antropomorfa Machalilla, el oferente Colima y el dios del fuego Maya, fuera de vasos y copas rituales de la cultura Nariño y keros Incas. Notables, por su erotismo, son Couple y Arcaico. La primera nos remite a la tradición de la cultura Tumaco y la segunda a la de la cultura Moche, admirada esta última por lo francas y directas que son sus representaciones de la cópula carnal.

Cuando Ospina representa en pleno coito una de las asexuadas parejas de Disney, en el fondo critica el puritanismo contemporáneo y aplaude la franqueza de una antigua cultura.
En Viaje al fondo de la tierra, el dibujo y la pintura han vuelto a ganar preminencia. En recorrido histórico hecho a conciencia, basándose en grabados y dibujos publicados en libros que hoy son clásicos de los estudios arqueológicos e históricos de la América antigua, el artista ha intervenido decenas de imágenes para poder refigurarlas. En algunas vemos dibujadas, en medio de los personajes trazados hace siglos por el artista original, las híbridas figuras de bulto que encargó a artesanos de varios talleres. En otras, algunos de esos personajes aparecen travestidos con las orejas de Mickey, modalidad que tiene la virtud de no alterar demasiado la imagen que le sirve de base a la operación.

Crónica y buen gobierno. 1613
Las imágenes intervenidas por Nadín Ospina tienen que ver todas con la América recién descubierta. El anónimo grabado del artista español que, sin haber puesto nunca los pies en el Nuevo Mundo, osó imaginar este lejano continente, se ha visto enriquecido con el Mickey nacido en la América de los mass-media, urbana y moderna. Se trata de un grabado tomado de Historia de los Incas, escrito por Garcilaso Inca de la Vega, que ahora presenta la paradoja de que es más fiablemente americano su irrisorio Mickey que el príncipe y la princesa incas allí representados. Junto a este grabado intervenido, impreso en tela burda con ayuda de computador, tenemos seis de las imágenes creadas en los primeros años del siglo XVII por Felipe Guamán Poma de Ayala para la relación que tituló Nueva crónica y buen gobierno. Dada la obra a la imprenta en 1613, este gran artista divulgó en cientos de ilustraciones algunas costumbres y hechos históricos del Tawantinsuyo o Imperio Inca. Se puede concluir que si Marcel Duchamp le dibujó bigotes a la Mona Lisa, Nadín Ospina le ha injertado orejas de ratón a la obra de Guamán Poma de Ayala. ¿De qué manera? En el grabado titulado Pregunta el autor, una Minnie agustinizada aparece junto al autorretrato de Guamán, introduciendo en el ámbito peruano un aporte del ámbito colombiano que por contera está refigurado.
En Mojonadores o albañiles del Perú, un edificio construido en piedra y que tiene la forma de la cabeza del Mickey mochica está remplazando la chullpa que figura en la colina. En El Inca Atahualpa sentado en su trono en la ciudad de Cajamarca con el Almagro, Pizarro, Fray Vicente y el indio Felipe, el traductor, Ospina cambia a Atahualpa por la cabeza de un Mickey que en la escultura funge de chamán sentado, de manos y pies serpentiformes estilo tairona. En Andas del Inca Pillco Ranpa sobre las que parte, a la conquista de Coyambis, el Inca Huayna Capaz, imagen heroica como pocas dentro del vasto y genial ciclo del ilustrador colonial peruano, el Inca Huayna es reemplazado por una estatua agustiniana de doble yo en la que identificamos, superpuestas, las cabezas de Mickey y Minnie. Finalmente, en Ídolo y huacas en las montañas del Anti Suyo, Ospina ha reemplazado el oto congo o deidad jaguar por un Bart Simpson agustinizado.
Tras recibir de conformidad las imágenes tridimensionales que encargó a los artesanos, Nadín Ospina se ha empeñado en la tarea de darles un contexto histórico que las haga respetables a los ojos del mundo. Para poder lograrlo, las manda a dibujar y las hace incorporar en ilustraciones de reconocido valor documental. Dispuesto a ensayar todas las posibilidades de tan versátil lineamiento conceptual, el artista ha realizado –como parte de su compromiso con la Fundación Guggenheim– tres cajas de acuarelas y dibujos realistas y concisos como los que acostumbran los arqueólogos, pero de su propia obra. El correlato histórico involucra ahora a dos investigadores y viajeros no considerados en el proyecto original, los alemanes Alphons Stübel y Wilhelm Reiss, primeros en excavar científicamente un sitio arqueológico del continente americano.
La familiaridad con la obra de estos dos exploradores, cuyo recorrido se extendió de 1868 a 1877 y tocó centros importantes de Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, la obtuvo Ospina luego de visitar repetidas veces la magnifica exposición que a fines de 1996 tuvo lugar en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá, titulada Tras las huellas — Dos viajeros alemanes en tierras latinoamericanas. Al concebir las tres cajas de dibujos arqueológicos, Ospina se ha apoyado en dibujantes y acuarelistas con estilos diferentes, parodiando las limitaciones que tuvieron los dos investigadores alemanes al desplazarse de un sitio a otro y hallarse a veces en la difícil situación de no encontrar un solo pintor profesional en los lugares visitados, viéndose en la obligación de tener que recurrir a dibujantes aficionados. Ocurrió además que en ocasiones agotaron las existencias de papel, circunstancia que los forzaba a trabajar en papeles de calidades y tamaños muy diversos, cortados algunos de manera irregular, lo que producía –al ser reunidos– un curioso mosaico. Esto se refleja en esa combinación de magnificencia y relativa precariedad de las imágenes que Stüber y Reisss incorporaron a su acervo durante el recorrido de nueve años por los Andes, detalle que el ahora “arqueólogo” Nadín Ospina procura revivir. Sus precolombinos contemporáneos han adquirido así el fingido estatus de obra reconocida, estudiada y catalogada científicamente.


Los conceptos de arte y etnografía han chocado entre sí muchas veces. Cuando se trata de objetos antiguos, predomina lo etnográfico en detrimento de lo artístico. Al llegar al museo las que nosotros desde nuestro punto de vista consideramos obras de arte, el etnólogo las trata como objetos y de allí que prefiera la proliferación repetitiva a la selección cualitativa, lo que necesariamente desemboca en el amontonamiento propio del gabinete de curiosidades. Esta misma ha sido la estrategia de Ospina al exhibir en febrero y marzo de 1999. Al proceder de este modo el artista no puso en detrimento la calidad con tal de favorecer la cantidad, ya que consiguió realzar la cantidad apoyándose una vez más en las series, compuestas de diez, doce, catorce y más copias, semejantes pero no idénticas porque jamás usa moldes. Por el solo hecho de desplegarlas en vastos conjuntos, Ospina recreó la museografía propia de la muestra etnográfica, usando para ello plataformas y vitrinas, pero sin limitarse a imitar la museografía característica de ese tipo de exposiciones. Es de recalcar que también innovó. Para conseguirlo, enfatizó la proliferación repetitiva y le sacó partida al abigarramiento, alcanzando su mayor logro en Impostores (1998), instalación mural de treinta elementos colocados en soportes individuales minimizados al máximo y que comunicaban por lo mismo la sensación de que el conjunto flotaba a pocos centímetros de la pared. El aprovechamiento del espacio era excelente y muy intensa la interacción entre el espectador y la obra, sobre todo porque en Impostores alcanzó Ospina una monumentalidad sorprendente y extraordinaria.



Simultáneamente incursionó Ospina en la gran pintura, expandiendo de manera notable su campo de acción. Esta vez, el artista contrato pintores de buen métier para que ejecuten lo que él esboza para ellos. Ya habíamos podido conocer algo de la nueva orientación en la muestra que hizo en la Galería Santafé, en Bogotá, en abril de 1997, como uno de los diez seleccionados a participar en el “Premio Luis Caballero”. Dicha muestra se tituló Estrellas de piedra. Lo que entonces expuso dio pie para que el crítico Eduardo Serrano acertara al señalar que en este caso específico “el pintor no es el artista”, con lo cual quería poner de presente que el verdadero creador no era el que materialmente hubiera podido pintar uno de aquellos lienzos sino el Nadín Ospina que lo había concebido.

Si Nadín Ospina basó Fausto en la obra de un pintor joven pero ya conocido como era Carlos Salas, y si buena parte de las refiguraciones precolombinizantes partían de iconos de gran difusión como los Simpson y los personajes de Disney, para el proyecto Estrellas de piedra resolvió trabajar con imágenes inéditas de pintores ignorados por la crítica. Con este propósito pagó un anuncio en el diario El Tiempo de Bogotá que salió publicado el primero de noviembre de 1992 y que rezaba así:
PROYECTO ESTRELLAS DE PIEDRA
convoca a
todos los artistas
autodidactas, marginales, no conocidos
a enviar fotografías e información de su trabajo
al A. A. 50205 de Bogotá
CONCURSO DE ADQUISICIÓN

Ospina recibió a vuelta de correo numerosísimas ofertas. Escogió unas pocas y luego, una vez adquiridos legalmente los derechos de reproducción, contrató pintores para que ejecutarán las obras en los formatos indicados por él. No sobra decir que se hicieron ensayos y que Ospina descartó opciones, haciendo borrar o modificar ciertos detalles para poder definir la composición final de los cuadros y lograr así que expresaran lo que él quería y como lo quería. En el texto del catálogo, el artista calificó su propia muestra de “simulacro curatorial” que estaba dirigido a indagar sobre la producción de una franja de creadores desplazados o voluntariamente marginados de la corriente central del arte”. Además, se permitió cuestionar la originalidad, la autoría y la autosuficiencia”. Llevando a su extremo máximo la propuesta, amplió e intervino dibujos de su pequeña hija Mariana e incluso invitó al público asistente a depositar en una urna los dibujos con que quisiera participar en Estrellas de piedra.


La acción parecía tener prioridad sobre la objetualidad de la obra, cuando Ospina dio un viraje y resolvió ensayar el polo opuesto, midiéndosele de tu a tu a un paradigma de la gran pintura de todos los tiempos. El resultado se puede apreciar en la serie de variaciones alrededor de Bodegón con cacharros de Zurbarán (el pintor español que vendió más cuadros en las provincias coloniales de ultramar), óleo cuya fecha de realización oscila entre 1633 y 1640. El de Zurbarán es un bodegón compuesto de cuatro vasijas intensamente iluminadas en medio de la penumbra. Con humor, subvirtiendo la admirada obra, Ospina ha cambiado las vasijas originales por precolombinos ospinianos. Una nueva hibridación se ha abierto paso, ampliando el repertorio histórico y visual del “escultor” y “pintor” colombiano Nadín Ospina. Hay exquisitez y cocina técnica en la ejecución de las obras, pero sobre todo talento. Ese talento se refleja en primer lugar en la escogencia de una obra cuya simplicidad se presta al juego refigurativo del artista, y, en segundo lugar, en la escogencia de los pintores a quienes encargó la tarea de materializar el producto final.

Como buen ecléctico, junto a los bodegones zurbaranescos exhibe una serie “más moderna” que ha titulado Instinto caribe (1998). Son seis lienzos de un dignatario tairona que el artista ha hecho “retratar” a partir de la imponente figura de un silbato original. Asumida la pintura como un retrato de tres cuartos, el personaje se revela monumental y solemne. Ospina ha sido capaz de darle corporeidad y humanidad a la figura. Las abstracciones que ritman la superficie, propias de la estética tairona, sumadas a lo robusta que es la silueta monocroma, son detalles que remiten por su fuerza a cuadros de Picasso y Bacon que se distinguen por su presencia avasallante. Se diría, al verlos, que así de majestuosos eran los señores que ejercían mando en la ruta de Viaje al fondo de la tierra y que por ser así, sin afeites ni simulacros –por esta vez al menos– los retrata el pintor, escultor, dibujante, museólogo, curador, arqueólogo y crítico de críticos que es Nadín Ospina.
Bogotá, 28 de diciembre de 1998
Bibliografía
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C. S. [Carlos Salas], texto sin título en Fausto — Nadín Ospina, catálogo de exposición en la Galería de Arte 19, octubre 7 [de 1993].
García, María Margarita. “Ospina en simulación”, La Prensa, Bogotá, 11 de noviembre de 1992, p. 12.
——. “Creador de símbolos”. La Prensa, 13 de junio de 1991.
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