Por: Javier Gil

El trabajo de este artista aspira a sugerir una recepción más próxima a una experiencia vital que a una contemplación meramente estética.
Especial para el nuevo siglo. Miércoles 19 de Junio de 1991.
Una definitiva consolidación del lenguaje artístico se percibe en la obra que exhibe Nadin Ospina en la galería Arte 19. El trabajo es una instalación y como tal aspira a presentarse despojada de la ilusoria condición de la obra clásica y a sugerir una recepción más próxima a una experiencia vital que a una contemplación meramente estética.
Las piezas se pueden apreciar individualmente o estableciendo entre ellas diversas relaciones. Es posible observar el espacio como un todo estructurado armónicamente a la manera de un templo religioso lleno de claves simbólicas. El lugar tolera sucesivos puntos de vista con una gran riqueza de posibilidades plásticas y espaciales puestas al servicio de significados espirituales.
El conjunto de la obra sintetiza imágenes procedentes de la cultura precolombina, el cristianismo y aun el mundo oriental, develando las secretas afinidades de sus búsquedas religiosas. La afinidad es resuelta por la uniformidad de un místico color azul que parece situarse en un más allá de la conciencia normal, por una atmósfera general de quietud y verticalidad y por las hábiles condensaciones de símbolos de distinta procedencia: campana-venado, cabeza-tótem, cabeza imagen sacra indígena, etc.
La Edad del fuego es la obra central, constituida por una serie de ciervos cuya verticalidad y serialidad. producen una sensación de intensa contundencia. La cabeza y los cuernos – terminados en una bella espiral que contrasta con la dureza de la recta- son símbolos ascensionales, símbolos de la victoria sobre el destino y la muerte(según Durand), que hacen posible el pasaje de un mundo a otro, de un estado a otro.
A los costados se levantan otras obras. Los soñadores, acumulación de cabezas como estrellas inmersas en sí mismas y navegando en el vacío. Cabezas sin cuerpo que puntualizan tanto lo espiritual como una poética del fragmento. Pulsador, canoa que connota el perfecto equilibrio. Santoral, sucesión de campanas evocadoras de su fuerza simbólica en el cristianismo y donde está presente la tensión y el silencio, sonoridad, todas ellas coronadas por ciervos. Éxtasis, rostros como budas en trance de meditación y cuyas coronas se funden, con animales totémicos y figuras precolombinas, su frontalidad y metafísica quietud conectan el mundo oriental al indigenismo americano.
Una especie de friso limpio y recto, con cabezas de venado; una obra alusiva al sacrificio ritual, completan esta escenificación donde Nadin Ospina sintetiza y resuelve finalmente las fuerzas simbólicas implícitas en nuestro sincretismo cultural.