François Bucher

Una forma abreviada de describir la obra de arte moderna es referirse a ella como “comentario”. Y ese comentario es siempre en alguna medida, sobre la historia del arte mismo, o sobre los debates culturales que la acompañan. Como en el pensamiento contemporáneo que dialoga entorno a la noción misma del diálogo, la obra no puede escaparse a su condición adquirida de crítica de arte.
Se puede afirmar que la obra de Beatriz González es uno de los comentarios más oportunos que se hayan hecho sobre la situación (y la historia) del arte colombiano -latinoamericano si se quiere-. Los apuntes de Antonio Caro en la caligrafía de coca cola no se quedan atrás; ni su ocurrente “Todo está muy caro” que ya en su época aludía a la muy vigente noción de los significantes múltiples. Habría que incluir también en esta lista a los mas recientes personajes de Walt Disney en guaca de Nadín Ospina, que entran fácilmente en la dimensión de los comentarios más lúcidos de los últimos tiempos sobre y desde el arte colombiano. Todas estas obras, que sin duda pertenecen al reino del arte inteligible, pueden ser verbalizadas, aun si su corporeidad las hace más contundentes.
Pueden suprimirse las imágenes. la obra podría ser dicha por teléfono. Decir ‘la última cena de Leonardo pintada en una mesa con los colores de la imaginería popular colombiana”, equivale casi que a verla. Esto hace que los objetos aludidos puedan ser leídos como obra crítica: hay palabra ahí presente; no sólo está allí el probable goce sensual de la experiencia plástica. Enfrentado al planteamiento de Beatriz González, el observador tiene que seguir un camino en el que no bastará su apreciación de la paleta de colores; cuentan más fichas en ese juego: deberá dejarse interpelar como miembro de una cultura; disfrutar nociones elaboradas como la del viaje peculiar de los signos al ser digeridos por otro continente.
También es necesario abarcar y comprender la situación geográfica, histórica, en la que se inscribe cualquier gesto, considerar la complejizacion del alfabeto del arte. La idea de Borges de adulterar el Quijote con solo cambiar la nacionalidad el contexto histórico de su autor, sigue teniendo una relevancia inconmensurable. Tanto el gesto gaseoso de Caro como la afortunada falsificación de Nadín Ospina tendrían un sentido diametralmente opuesto de ser hechos por un norteamericano. Pasarían de ser, entre otras cosas, constataciones insinuantes del imperialismo cultural, a ser notas irónicas, chistes del NewYorker, ya un poco descarados.
El cuadro no es suficiente. El arte anterior a la modernidad tiene, según Kosuth, tanta relación con el arte moderno como el hombre Neanderthal al Homo Sappiens. Digamos que en su época éramos Adán y Eva, vivíamos en el jardín del Edén -que para efectos de esta analogía es el terreno delimitado por el marco de la obra-. Y se probó el fruto prohibido del árbol del bien del mal – el concepto, el arte de ideas – que nos reveló nuestra penosa desnudez: nos hizo autoconscientes; nos exilió de la comodidad del marco delimitado, del alinderado paraíso. Lo cual equivale a decir que el paisaje que está adentro del cuadro dejó de ser interesante, o bien que se convirtió en accesorio de una verdad más abarcadora: se transformó en elemento de la topografía de otro paisaje, que es notablemente el conjunto de los cuadros de la galería. Trasponiendo esta reflexión a la física, no es que la gravedad como receta deje de funcionar cuando aparece la relatividad, sino que ya no es tan necesario hablar de ella, porque la segunda implica la verdad de la primera.
Cuando Ernesto Sábato acuña el término “trama sutil” se refiere a toda esa historia muda que ocurre alrededor del flagrante estruendo de las voces del argumento explicito -el misterioso parentesco de Stephen Daedalus con el Odiseo de Homero en el Ulyses de Joyce, por ejemplo-. El arte moderno puede definirse como la conciencia de la trama sutil, o como la comprensión de la inevitable necesidad de reflexionar reiteradamente sobre la obra de arte en si, como algo que nada tiene de neutro -porque ya se comió del árbol del bien del mal-. La palabra “arte” que habita en la obra, la firma, la legitimación que le otorga un espacio que llamamos museo, ésa es la trama sutil.
Álvaro Barrios, que es tan afín a resucitar el modo de lo bíblico, plantea en su proyecto reciente “ARS LONGA, VITA BREVIS” una reflexión que puede ilustrar lo de nuestro exilio del paraíso del marco real. Como elaborando el comienzo de una estructura fractal, como cultivando un cristal de múltiples ángulos, Barrios nos lleva de la mano a la brecha por donde podemos escaparnos del paisaje del cuadro. Accedemos entonces a la dimensión del panorama que conforma el conjunto de los cuadros. El cuadro deja de ser la frase entera para convertirse en otra letra del abecedario -ese abecedario silencioso que relata la plurívoca trama sutil-. Si antes se aludía a algo externo: la figura representada, la ininteligible pero cierta sensación abstracta, ahora la solución está dentro del sistema mismo.
Porque todos tos elementos que habitan el cuarto de la galería están reflexionando sobre su misma condición de elementos que están en el cuarto de una galería. Reproducir un mismo óleo en impresora láser, enmarcarlo en dorado e intervenirlo repetidas veces con diversos comentarios, esta lejos de ser un acto neutro. En primer lugar se coloca al cuadro, ya crasamente, en la posición de fetiche. Y el fetiche, como alguien decía alguna vez, “es una historia disfrazada como un objeto”. El cuadro es objetizado, para que pueda hablar su segunda voz, no la indudable figuración, sino la que dialoga en el escenario fugitivo de la trama sutil.
Carlos Jacanamijoy, una nueva estrella de las ventas, es un ejemplo de cómo en todo este proceso el mercado también entra a jugar su juego. No es necesario ni siquiera decir que las cifras que Frida Kahlo alcanza en Christie’s pueden tener algo que ver con el precio de los cuadros de Jacanamijoy. Ni hablar de nuestra pulsión -que trasluce en todas las instancias- de querer ser certificados. Se valora la latinoamericanidad que en el mundo desarrollado ya es un bien de consumo, la que ellos pueden digerir, con la que se pueden relacionar cómodamente -lo cual evidentemente los hace querer comprarla-. Los editores gringos, según dicen, no publican a un latinoamericano que no aplique una buena dosis de realismo mágico a su novela. Todo esto también es parte de la historia muda, pero ya es indispensable que el público supere su analfabetismo sutil, para que por lo menos haya alguien leyéndola. Lo interesante, me atrevo a decir, no es que Jacanamijoy sea un buen colorista, sino que es un indígena latinoamericano, cuyo estatus como tal está vigente, y que está pintando en el lienzo y con los oleos de la tradición europea. En esa decisión que, otra vez, de neutra no tiene nada, está la obra, no necesariamente adentro de los cuadros.
“Do it”, el proyecto de Hans Ulrich Obrist que recientemente aterrizo en Colombia es casi que una ilustración de todo lo referido. Los objetos, en su mayoría inocuos, que fueron expuestos en una de las nuevas salas del Banco de La República no eran nada por fuera de su contexto. No importaba que a uno le gustara o no lo que veía. Importaba, de nuevo, la trama sutil: que eran realizados a partir de instrucciones por artistas colombianos: que en otros países fue el público y no los artistas “profesionales” los que fueron escogidos para la labor; que alguno (o varios) quisieron pasarse de inteligentes y deformaron la naturaleza del ejercicio fabricando objetos aberrantes. Todo eso habla. Al lado estaban las fotografías de Graciela Iturbide, con una magnifica trama explícita, llenas de ironía, dadoras de gran satisfacción al espectador que ya tiene las armas visuales para descubrir su poesía. “Do it”, por su lado, no promete ningún deleite.
Es difícil de afrontar, incómodo, feo, desagradable, pero de grandes recompensas para el que lo aborda como reflexión: habla del viaje del signo; habla casi exclusivamente con su segunda voz, la de la trama sutil, ya que el goce sensual del objeto es casi nulo. El interés no está en descubrir el ademán virtuoso de algún heroico artista colombiano -que sin duda en este caso cayó en el absurdo más patético (un “hueso”)- sino de constatar sencillamente, que los dulces que Felix González Torres arrumo, son de los fosforescentes Zipaquireños porque estamos en Bogotá. En este último caso Jaime Iregui comprendió la legalidad del juego y se liberó, como lo sugería el ejercicio, de querer ser el gran autor de una gran obra. En general, sin embargo, un ciudadano común y corriente habría sido aún mas apto para realizar las labores de “Do it” -precisamente por tener la espontaneidad de lo local más afianzada, y por no tener esas taras de egolatría que a veces soportamos los artistas-. Por más de que no lo parezca, la maniobra de “Do it” habría sido posiblemente mas elocuente, dentro de su constitución, de ser realizada por el hombre de la calle -al que además le queda mas fácil seguir instrucciones-.
Se puede concluir todo esto en el firmamento de las “estrellas de piedra” -el proyecto de Nadín Ospina presentado en el contexto del Premio Luis Caballero-. Una “operación”, como le gusta llamarla al artista (muy peligrosa por cierto), que es tremendamente exitosa a la hora de abrir el abdomen de la materia viva del arte. Básicamente se trata de hacer un blow-up de “todos los artistas autodidactas, marginales, no conocidos” que le rinden el destino de su trabajo a un nombre: Nadín Ospina. La operación también es realizada en la propia hija del artista -en los rayones fortuitos de Mariana que son llevados a tamaño “larger than life”.Y donde está el artista? La estrategia para encontrarlo es sencilla: buscar en la amplia comunidad que trabaja en esa empresa familiar que se llama Nadín Ospina al único que no tiene la mano en la maza. Por eso es licito decir que si se hiciera un espectáculo de integración de las artes, el artista plástico contemporáneo estaría mucho mas cerca a ser el guionista que el realizador de la escenografía.
En la cadena de producción de la empresa que el artista ha constituido están desfiguradas todas las nociones tradicionales de arte el ejecutante del trazo inicial -ese glorioso gesto heroico del artista de antaño- es realizado por un niño, o por algún cándido individuo del sector más ingenuo de la población de ‘artistas”, que aun cree en la posibilidad de ser descubierto como una gran revelación. Estamos en la primera etapa del proceso, la de la materia prima, la del objeto encontrado: los dibujos del dibujante anónimo, que algunos miran con gran admiración al entrar a la sala -lo cual es parte del chiste-, son equivalentes a un ready-made. Después viene el producto final: el lienzo de gran formato. Su realizador, de igual forma, ha quedado desnudo en su condición de técnico. Todos, aún el propio Nadín, se han afiliado al nombre Nadín Ospina. Este proceso de pillaje legitimado, como el artista mismo lo ha definido citando a Carolina Ponce, requiere de una gran especialización. Como quién requiere de un Nit o de una razón social en otro tipo de negocios, es preciso tener un nombre para tener voz en los terrenos de arte. Los que no tienen nombre no existen. Algo hay hasta de bíblico en esa reflexión, solo que la legitimación del nombre, en este caso, no estaría tanto en el reino de los cielos como en la Documenta de Kassel. El artista no seria apto para realizar esta operación de no llamarse Nadín Ospina.
Situándose en la posición del critico tradicional que analiza la limpieza de los colores en un óleo, el único despropósito del proyecto es que el artista no haya frenado el impulso de intervenir, con imágenes los garabatos agrandados de su hija. Por fuera de ese pequeño desatino lo que sí queda claro es que después de que otros rescataron de olvido los dibujos de los mongólicos y de los locos, ahora les toco el turno de ser rescatados a los dibujos de ‘‘artistas” que no alcanzan a ser lo suficientemente hábiles como para leer los códigos de su época. Se da el mismo caso en las ediciones de estampillas que adquieren, por un defecto, gran valor comercial entre los filatelistas: el objeto en si se vuelve significativo, si, pero que nadie se haga ilusiones, el que cometió el error no es más que un funcionario descuidado. El artista, es el que otorga valor, a cualquier elemento, por anodino que sea.
François Bucher. Cali 1972. Artista y cineasta.