INSULAE 

Ana María Lozano

P. Por qué no lo hizo mayor, de manera que se impusiera sobre el observador? R. No estaba haciendo un monumento 

P. Entonces, ¿por qué no lo hizo más pequeño, de forma que el observador pudiera  contemplarlo desde arriba? 

R. No estaba haciendo un objeto 

Respuestas de Tony Smith a las preguntas acerca de su cubo de acero de seis pies. 

La anterior cita la hace Robert Morris en su famoso texto Notas  sobre escultura, escrito en 1966 y publicado en Artforum. El  texto fue, a su vez, editado y traducido por la revista española  Trama, Revista de pintura, de la cual es tomada por Simón  Marchán Fiz, que lo incluye integro en su libro Del arte objetual  al arte de concepto; versión, esta última, de donde yo, a mi vez, la  tomo.[1] 

-El texto que continúa enseguida, tiene que ver con sobreposición  de imágenes; con plegamientos y replegamientos de memoria;  con apropiaciones y circulación de objetos simbólicos; con  interpretación de escalas y juegos espaciales.- 

Es curioso que sea el mismo siglo el que haya inventado la  fotografía y el turismo. Y se entiende. El siglo XIX, en el cual se  ven emerger los nuevos actores, dentro de un sistema de  producción en transformación, tales como el industrial, el  proletario, el obrero, el cazador de patentes; definiría de una  manera distinta el tiempo, el espacio y la velocidad. Los juegos de  la especulación económica, se lucraban con los deseos del sujeto,  a quien se vendía, quizás por primera vez en la historia y por las  condiciones económicas y tecnológicas del momento, la intuición  de un globo terráqueo más próximo. La fotografía, los libros de  viajeros, las crónicas, los folletones, las postales y aun, las carte  de visite, entregarían imágenes de lugares apartados del mundo,  paisajes y arquitecturas exóticas y atrayentes, a los cuales quizás  no se podría acceder físicamente pero, eventualmente, si desde la 

imagen, coleccionada en los álbumes que se atesoraban en las  recién reformadas salas de recibo. 

El pensamiento colonial, hacía del otro, un ser inferiorizado, pero atractivo y deseable. La avidez por conocer culturas y territorios  ajenos se alimentaba con ingente producción impresa y  fotográfica, y , aun, pornográfica.  

Este mismo siglo es el gran momento del edificio en miniatura.  La solidificación del coleccionismo, a través de la creación de los  museos; su paulatina apertura al público en general; el gusto por  los elementos arqueológicos y los monumentos del pasado, que  provenía tan fuertemente del siglo anterior, fueron factores que  contribuyeron al surgimiento del placer por el reconocimiento de  monumentos hechos en escala doméstica. La casa de muñecas ve  su mejor momento también en el siglo XIX, donde las élites  podrían disfrutar de un romantizado diseño del espacio privado,  invención entonces reciente, con los detalles de mobiliario más  minuciosamente descritos. 

Susan Stewart se atrevería a pensar en una diversión aristocrática  que jugaría, en la ficción de la Casa de Muñecas, con territorios  miniaturizados, donde sería factible romantizar y exotizar al  campesinado mismo, haciendo caso omiso de hambrunas y  desplazamientos forzados y, en cambio, disfrutar de encantadoras  narraciones pintorescas y pastoriles. 

Podría definirse con estos relatos, el afán de asir un mundo  contraíble ante un sujeto expandido; un sujeto con una ciudad en  una botella, -como Kandor en Superman-, una suerte de tiránico  super hombre, que detenta el dominio del signo-monumento, que  redefine su semanticidad, sus contextos y narrativas. El  monumento hecho artefacto obedecería simétricamente, a la  miniaturización de un texto satírico y políticamente certero, como  los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift, convertido  maliciosamente, en historia de aventuras para niños. 

Este sujeto moderno, poderoso en su intimidad, señor de su  domesticidad, occidental, consumidor del mundo; turista físico y 

mediático; coleccionista de lo foráneo; será el gran consumidor de  un kitsch contemporáneo, detentador de dinero plástico, de un  mouse y un control remoto, medios a través de los cuales, se  incorpora el mundo. A él lo reconocemos en la segunda parte del  siglo XX y en nuestro actual siglo XXI. 

MONUMENTO 

El monumento tiene su razón de ser en la memoria, en la  intención de impedir la desaparición, la disolución y el olvido. El  monumento histórico, siendo natural o cultural, trascendente para  el arte o para la ciencia, para la arquitectura o para la historia,  parece poseer las cualidades que garantizarían la voluntad de  conservación y de cuidado, que interpelarían no sólo al habitante  de un territorio, sino al de un país, y de suyo, a cualquier  habitante del globo. 

El monumento, al ser señalado por sus propiedades singulares,  deja al descubierto lo otro del monumento, que, en contraste,  parece digno de ser derruido, reemplazado, borrado. Al ser  excepcionalizado, el monumento, es aislado. Se lo fragmenta de  su entorno, de su contexto, de las historias, del emplazamiento.  En esa medida, se lo desterritorializa, haciendo de él, en buena  medida, una edificación sin historia, exenta, anómala. El gesto  que lo menciona como conservable, define lo otro, lo fugitivo, lo  efímero: edificaciones, urbanizaciones, conjuntos, centros  comerciales, puentes, torres, fábricas, constituirían arquitecturas  de lo ordinario que al no entrar en el ámbito de lo excepcional,  serían potencialmente prescindibles.  

INSULAS 

Las ínsulas o islas se extienden en la zona verde del patio de la  galería nueve ochenta, tan característicamente delimitada con una  orgánica periferia, propia de la gramática de la arquitectura de su  momento. Las ínsulas se apoyan en micro territorios separados,  circulares, artificiales, autónomos y claramente delimitados.  Como modelos arquitectónicos flotantes, se yerguen a tal escala  que participan de ese espacio indefinible, mencionado por Morris 

en el documento citado arriba, vacilantes entre lo objetual y lo  monumental, entre lo íntimo y lo público. A esto agregaría que las  ínsulas se alían conformando archipiélagos expandibles y  nómades, flotando fragmentarios y transhistóricos, entre el ser  souvenir o maqueta obsesiva. 

Realizados en piedra por los falsificadores de precolombinos del  Huila, con los que Nadín Ospina ha desarrollado otros proyectos;  los monumentos-souvenir, nombre que ahora les coloco, pues las  

dos palabras juntas producen una incómoda contradicción,  exhiben en su espacio condensado, miniaturizado, los detalles  distintivos que los hacen característicos, y por lo mismo,  reconocibles, elemento fundamental en la cultura del consumidor turista, lisonjeado por su capacidad de identificar su  miniaturizado mundo portable, internético y televisual. 

La traducción material llevada a cabo en piedra, será una de  varias, pues constituirán traducciones, la eliminación de la  grandeza y, precisamente, de la escala monumental; la relación  envolvente y excesiva de su propia escala; las fracturas de los  nexos entre el monumento, su espacio y su geografía; la  desconexión con los procesos históricos determinantes, en el  marco de los cuales fueron llevados a cabo, así como de las  condiciones de producción, características y distintas en cada  monumento citado. Eliminados eso elementos contextuales, resta  la forma, la mera forma, la cita, su superficie, su materialidad, en  una interpretación que difiere para siempre el contenido  discursivo e ideológico de esa determinada producción cultural: el  Castillo de Colchester, la Torre Crysler, la Pirámide de la Luna. 

Homogeneizados por una amalgama que los ha convertido en  materia de consumo cultural y turístico, los monumentos-souvenir,  circulan dando cabida a otro elemento, también saboreado por el  mundo mediático, esta vez caracterizable por pertenecer al mundo  de la naturaleza, pero, eventualmente, más marcado por la cultura  y por los signos de dominación autoritaria de la voluntad humana  que cualquier arte paisajista. El Bonkei nepalés, vincula bonsai,  agua y tierra. En este caso, la bandeja que lo contiene no es lacada 

ni ovalada; es un perverso monumento-souvenir. La conjunción  produce un sarcástico escenario, una dramatización de un mundo  simulacral, la época del mundo como imagen; momento en el cual  la diversidad y la heterogeneidad, han devenido modelos a escala,  normadas, regladas, segada su capacidad de emitir memoria. 

La aterradora imagen, transhistórica y poscolonial, donde el  consumo de la imagen desjerarquiza, y el simulacro hace  metástasis, señala el momento histórico de la multiculturización  del signo cultural. En términos de Stuart Hall, la aparente  tolerancia e inclusividad de las sociedades que se jactan de ser  multiculturales, no es otro que el ser sociedades donde la  diferencia se absorbe por parte de la cultura dominante y las  disidencias son sumadas a la voz hegemónica, desapareciendo en  una dilución silenciosa e imperceptible. Insulas aparece como la puesta en imagen de la disneyzación del  mundo, en cuyo proceso delirante, se expone un territorio  fragmentario, desterritorializado, en el cual, el sujeto  contemporáneo, pseudotirano consumista de su pequeño entorno,  busca aproximar la experiencia del mundo, para, definitivamente,  mantenerla lejos.